Introducción
Se me ha pedido la elaboración de un documento por parte de la Dirección de Educación de FUHEM, que pudiera integrarse, en su caso y sea de forma parcial o total, en el Libro Blanco que está en proceso de elaboración y con el cual FUHEM quiere repensar y relanzar su proyecto educativo en el marco de su plan estratégico. En materia de educación, todo “libro blanco” cumple, al menos, una doble función. Hacer explícito, para el debate y la reflexión compartida, un marco de valores, principios y criterios de actuación que guíen y orienten el trabajo educativo en sus distintas facetas y ámbitos de concreción; y analizar y reflejar “el punto de partida”, “el estado de la cuestión” en aquellas dimensiones, o elementos de distinta índole (sociales, políticos, económicos, culturales, etc.) que van a condicionar el desarrollo de ese mismo proyecto. Este texto se encuadra en la primera de las finalidades señaladas.
Hay muchas cosas que cabe decir de la educación inclusiva, habida cuenta de su carácter polisémico y del hecho de que aspira a ser una dimensión transversal que afecta a todos los elementos de un sistema educativo, pero tal vez la primera a resaltar es que no se trata de una opción educativa “neutra”. Más bien lo contrario, es una propuesta comprometida con una visión de la sociedad regida por valores y principios éticos vinculados a la equidad, la justicia social y el reconocimiento y valoración de la diversidad humana, entre otros (Bolivar, 2012). Desde ese fundamento, académicos de relevancia internacional como los profesores Tony Booth, Mel Ainscow (2011), o la profesora Lani Florian (2009; 2010), han venido a resaltar que bien cabría entender la educación inclusiva, precisamente, como el proceso (que compete promover, iniciar y sostener a administradores, directivos, profesorado y familias, desde sus respectivas responsabilidades), de llevar esos valores y principios a la acción.
Este documento toma ese marco de referencia como elemento fundamental y tras una breve reflexión sobre el significado y naturaleza de la educación inclusiva, se centra en hacer explícitos aquellos valores y principios éticos de los que cabe decir que son, al mismo tiempo, guía y destilado de los sistemas de acción educativa inclusivos presentes en los centros educativos, aquellos que van desde las políticas de escolarización hasta el quehacer didáctico de cualquier profesor o profesora en su aula.
El dialogo constructivo, profundo y democrático entre todos los actores que intervienen en el desarrollo de los proyectos educativos de los centros de FUHEM, tanto sobre los principios y valores apuntados como sobre su reflejo y consistencia (o no) en sus práctica es, a mi juicio, el factor más estratégico y decisivo para que la inclusión educativa no quede relegada al apacible y etéreo espacio de las buenas intenciones y los textos institucionales.
El papel de la educación inclusiva en el proyecto social que FUHEM respalda. De la visión hasta las aulas.
La educación inclusiva. Definición y naturaleza
La educación escolar, en particular la que se considera básica y obligatoria para todos, cumple dos funciones sociales relevantes. Por un lado, busca influir en el aprendizaje de las competencias que se estima serán necesarias para el buen desempeño personal y social de los futuros ciudadanos en un mundo que, ciertamente, no siempre es fácil vislumbrar cómo será. Por otro lado, no puede ni debe dejar de mirar hacia atrás, ayudando a que esos mismos futuros ciudadanos reconozcan de dónde vienen, esto es, cuáles son los saberes y valores esenciales de su grupo cultural de referencia que les confiere identidad individual y colectiva, dotándoles, con ello, de una base desde la que, precisamente, proyectarse innovadoramente hacia adelante. Para la tarea que nos ocupa vamos a centrarnos en esa faceta que podríamos llamar proyectiva de la educación escolar, esto es, con la que nos debe hacer pensar en el proyecto de sociedad por el que FUHEM apuesta y trabaja colaborativamente con otros agentes sociales y educativos y que conecta con esa cualidad tan singular del ser humano que es la de soñar mundos posibles.
En ese mundo futuro, que incluso nos cuesta imaginar habida cuenta de la velocidad de los cambios sociales, tecnológicos, económicos y políticos en los que estamos inmersos, se vislumbran (entre otros muchos), dos grandes desafíos a los que la educación escolar no puede dar la espalda. Uno es crítico, porque de él depende nuestra permanencia como civilización y no es otro que el de la sostenibilidad del planeta. Asistimos con una gran dosis de preocupación, pero también con gran indolencia por parte de muchos, al reconocimiento creciente de que nuestro planeta camina con paso firme hacia una crisis medioambiental de resultados imprevisibles. Como se señala por los propios expertos del Área Ecosocial de FUHEM ¡Quedan 5 años para actuar¡. No es, todavía, un proceso irreversible, pero es imprescindible introducir cambios sustantivos en nuestros modos de vivir y consumir que contribuyan a su sostenibilidad. Como cualquier otra competencia que queramos observar en el futuro, ésta tiene que enseñarse y prepararse en el presente y, en este sentido, para “la escuela” 2 esto ya no puede ser (no debería ser), un asunto marginal o complementario dentro de un currículo tradicional organizado por materias aisladas, sino que, tendría que ser el eje vertebrador de la acción educativa. No vamos a desarrollar ahora este análisis con la profundidad que nos gustaría dada su centralidad, para lo cual puede acudirse, entre otras muchas fuentes, a un reciente informe de la UNESCO (2012), pero baste decir que si nuestro modo de vivir individual y colectivo no se hace sostenible, entonces nuestra sociedad tampoco podrá ser inclusiva – que es el otro gran desafío al que nos enfrentamos-, porque sencillamente no habrá una sociedad digna de ese nombre donde incluirse.
El desafío y el dilema de la diversidad, que es el núcleo de la educación inclusiva, tiene que ver con reconocer que vivimos en un mundo donde la diversidad de formas de ser, sentir, aprender, participar, amar o creer, entre otras muchas, es la norma y porque la creciente e imparable interdependencia de un mundo globalizado nos conduce a la imperiosa necesidad de aprender a reconocer y valorar dicha diversidad y a convivir respetuosa, solidaria y dignamente con ella. Para ello “la escuela”, nuevamente, debe ser, en primer lugar, y a modo de microcosmos de esa sociedad inclusiva deseada, el lugar privilegiado donde enseñar a todo el alumnado a convivir y aprender con y de la diversidad.
Aprender a reconocer, valorar y convivir con la diversidad humana – en un marco común de derechos y deberes, como es la Declaración Universal de la Derechos Humanos – no es una tarea ni mucho menos fácil, es más bien, lo contrario y, todavía, es mucho más un gran sueño por alcanzar que una realidad cotidiana y planetaria. Ello es así porque vivimos en un mundo mayoritariamente dominado por valores y concepciones encarnadas en muchos seres humanos que se consideran superiores a otros (sea desde un punto de vista económico, cultural, étnico, de género, de capacidad, por su orientación afectivo sexual, o por otras condiciones sociales o personales), configurando un “nosotros” que tiende a considerar sus derechos y necesidades como superiores, más importantes o prioritarias y, por ello, a excluir, a considerar y a tratar como seres inferiores, deficientes, incultos, incapaces, discapacitados o especiales a “los otros” , esto es, a los que no son como el grupo dominante, siendo los derechos y las necesidades de éstos secundarios, inoperantes o invisibles.
Cambiar este panorama para avanzar hacia políticas y prácticas educativas que sostengan una perspectiva más inclusiva hacia la diversidad humana, es algo que se debe construir, entre otros escenarios, en las escuelas, día a día, y no sin gran esfuerzo ni sin problemas. Es muy complejo porque se trata de un cambio necesariamente sistémico que, antes o después, termina afectando y cuestionado todos y cada uno de los elementos en interdependencia de un sistema educativo: su estructura, la financiación, el currículo, la organización y funcionamiento de los centros, la supervisión, el modelo de orientación educativa y psicopedagógica, y un largo etc. Pero antes y después (en un bucle constante entre pensamiento, emoción y acción), es también un cambio personal, un cambio en la forma de pensar y sentir la tarea educativa, un cambio en las concepciones y valores del profesorado y de otros agentes educativos respecto a las preguntas básicas (y sus respectivas respuestas) que dirigen y concretan su acción educativa: ¿para quién educo?, ¿para qué?, ¿qué, cómo y cuándo tengo que enseñar y evaluar?, ¿cómo organizarnos para ser coherente y eficiente?, ¿con qué apoyos cuento y cómo articularlos?, ¿merece la pena innovar o tratar de mejorar?, …No es de extrañar, por ello, que la FUHEM concede gran importancia a las actividades de formación y desarrollo profesional de todo su personal en los centros educativos, entendiendo que estas actividades deben de ser, precisamente, un espacio privilegiado para revisar y en su caso reconstruir las propias concepciones y para fortalecer las acciones que sostienen sus principios y valores.
¿Entonces, como podemos concretar lo que son políticas o prácticas inclusivas? No es fácil capturar con una simple frase el significado de conceptos complejos y dialécticos como los de “exclusión” e “inclusión” (Karsz, 2004) y su traslado al ámbito educativo (educación inclusiva o inclusión educativa). Lo primero que necesitamos es un lenguaje y un marco de referencia común que permita pensar y repensar las políticas y prácticas educativas en las que se participa, con la vista puesta en ir haciéndolas cada día – sin prisas pero sin pausas-, un poco más inclusivas.
Aunque este es un asunto controvertido, pues no puede decirse con franqueza que exista una visión unívoca sobre “¿de qué hablamos cuando hablamos de inclusión educativa”?, vamos a proponer una definición de lo que entendemos por educación inclusiva (E.I.) que, no está de más recordar, se ha configurado como “un derecho”, con todo su significado y fuerza jurídica e inserto en el entramado de derechos sociales o de “ciudadanía” que Naciones Unidas reconoce, ampara y promueve (Blanco, 2008). La definición que se propone compartir es la que han hecho Ainscow, Booth y Dyson (2006) y que la UNESCO (2005) ha difundido ampliamente. Ellos nos invitan a ver y entender la educación inclusiva como un proceso de innovación y mejora constante, encaminado a tratar de reconocer las barreras de distinto tipo que limitan la presencia, el aprendizaje y la participación de todo el alumnado en la cultura, el currículo, y en la vida escolar de los centros donde son escolarizados, con particular atención a aquellos estudiantes más vulnerables. Pero también tiene que ver con prestar atención y optimizar las condiciones, los recursos y los apoyos que pueden funcionar como facilitadores de este mismo proceso. Veamos, brevemente, el significado de los elementos o dimensiones que configuran esta definición o perspectiva sobre la E.I.
La presencia hace referencia a dónde son educados los estudiantes en el contexto de su localidad. Los lugares son importantes, en la medida que resulta difícil aprender y reforzar determinadas competencias sociales, así como algunas actitudes y valores hacia la diversidad del alumnado, por ejemplo, separando a los estudiantes por distintas categorías y creyendo que se pueden llegar a conocer y respetar a algunos de ellos “en la distancia”. En este sentido las políticas y las prácticas de escolarización del alumnado más vulnerable (hijos de inmigrantes, estudiantes cuya lengua materna no es la lengua de acogida, alumnado con discapacidad o trastornos en el desarrollo etc.), en términos de su ubicación en aulas o centros ordinarios versus específicos, son indicadores de inclusión/exclusión. Ello no debe interpretarse como que todos los centros deben escolarizar, necesariamente, a todo tipo de alumnos o alumnas, pero no parece posible sostener un compromiso creíble hacia la diversidad del alumnado cuando un centro resulta esencialmente homogéneo y se elude, explícita o veladamente, el compromiso de escolarización de determinados alumnos.
El aprendizaje/rendimiento nos habla del qué, de la calidad de los resultados de aprendizaje esperados y de su progresión en cada una de las áreas del currículo establecido para todos en las distintas etapas educativas. Se refiere, en definitiva, al empeño por cumplir con el objetivo de “conocimiento” (Puig et al, p.101), que la institución educativa debe proveer a todos y que no es otro que:
facilitar al mayor número de personas el más alto nivel de conocimiento posible… dar a todos una formación básica imprescindible para lograr una correcta adaptación a la vida social… (Ello debe hacerse) sin introducir ninguna discriminación y respetando el modo de ser y las posibilidades de los educandos y, sobre todo, de una forma que incremente sus capacidades con vistas a seguir aprendiendo en el futuro
A tal fin han de someterse a crítica, en primer lugar, la omnipresente tendencia a sobrecargar de competencias y contenidos los currículos actuales (Coll y Martín, 2006):
En muchos países amplios sectores del profesorado de la educación básica coinciden en valorar, y nosotros compartimos esa valoración, que es más bien imposible que el alumnado pueda aprender y el profesorado pueda enseñar todos los contenidos ya incluidos en los curricula vigentes…. (Es necesaria la) revisión del curriculum en una dirección opuesta a la anterior, es decir, orientada más bien a reducir los contenidos de aprendizaje. En efecto, las implicaciones altamente negativas para la calidad de la educación escolar de unos curricula sobrecargados y excesivos son de sobra conocidas… Los curricula sobrecargados que no tienen en cuenta este hecho son un obstáculo para el aprendizaje significativo y funcional, una fuente de frustración para el profesorado y el alumnado y una dificultad añadida para seguir avanzando hacia una educación inclusiva. (Coll y Martín, 2006, pp. 4-5)
Pero sin perder de vista lo anterior también han de cuestionarse las prácticas de las “adaptaciones” para determinados alumnos que rápidamente se traducen en eliminar objetivos y contenidos educativos importantes antes de haber realizado todos los esfuerzos necesarios para enriquecer o diversificar las prácticas educativas o la organización escolar de forma que pudieran interactuar compensatoriamente con las condiciones específicas del alumnado más vulnerable.
La participación se vincula al objetivo de “reconocimiento” de los educandos que debe cumplir toda institución educativa (Puig, et al 2012, p.102):
Entendemos que el reconocimiento es la condición básica para vencer la fragilidad humana y lograr la construcción como sujeto. Consiste en la aceptación de los demás de la singularidad y necesidades de cada individuo, junto con la invitación a que participe en las diversas formas de relación social. El reconocimiento como aceptación de las singularidades e invitación a participar se concreta en ámbitos como el encuentro interpersonal o relación afectiva, el dialogo o relación comunicativa y a través de la relación de ayuda que surge de la participación en proyectos de trabajo conjunto para la intervención sobre la realidad, con objetivo de optimizarla.
Esta función añade o tiñe de calidad las experiencias de aprendizaje (conocimiento) de todo el alumnado, calidad que pasa indefectiblemente, entre otros procesos, por un adecuado bienestar personal y social y que reclama, por ello, conocer y tener muy presente la opinión, la voz de los propios aprendices. El aislamiento, la exclusión de redes de relaciones sociales consistentes, otras formas de maltrato entre iguales o la falta de amigos son señales inequívocas de falta de reconocimiento y por ello “de exclusión”, aunque frecuentemente invisible a los ojos de quienes no quieren verlo. No olvidemos que la participación afecta de lleno al proceso de aprendizaje, a cómo los alumnos son considerados, o no, participantes activos en el desarrollo del currículo escolar. De hecho, “sin reconocimiento no hay conocimiento”. (Puig, 2012, p.101) Por otra parte, hay que resaltar también que la exclusión social es la forma más frecuente de maltrato entre iguales, con los devastadores y en ocasiones trágicos efectos que esta práctica tiene en la autoestima de los estudiantes que la sufren. Al hablar de participación y reconocimiento cabe recordar, por último, que en la medida que los procesos de inclusión y exclusión educativa también tienen que ver con el conjunto de personas que forman parte de las comunidades educativas (profesorado, personal de administración y servicios, familias, etc.), los factores que inciden negativamente sobre la participación de cualquiera de ellos, también deben considerarse como factores contrarios al progreso hacia mayores cotas de inclusión educativa.
Tratar de articular de la mejor manera posible, las tres dimensiones anteriores, en el contexto idiosincrático de cada centro y cada aula, supone llevar a cabo dos tareas imprescindibles e interdependientes:
La primera, identificar y remover las barreras que puedan interactuar negativamente con las condiciones personales de los alumnos más vulnerables y, en ese sentido, generar o sostener situaciones de segregación, fracaso escolar o marginación de los mismos. Dicho ahora en positivo, se trataría de potenciar los recursos y apoyos que tienen la capacidad de promover la presencia, la participación y el aprendizaje/rendimiento de ese alumnado, en condiciones de no discriminación respecto a sus compañeros. Se trata, por otro lado, de una tarea nuclear en esta perspectiva sobre la inclusión educativa que estamos tratando de definir o acotar. A tal fin ha de señalarse con rotundidad que es precisamente la presencia de determinados estudiantes más vulnerables en los contextos ordinarios la que mejor nos permite tomar conciencia de cómo determinadas concepciones, prácticas, políticas y culturas, escolares se configuran como bien como facilitadores o bien como barreras.
Los procesos que facilitan la inclusión educativa, al igual que las barreras que los inhiben, se articulan en los centros educativos alrededor de tres dimensiones que, de modo interdependiente, son esenciales para comprender su realidad. Nos referirnos a las que en el trabajo de Booth y Ainscow (2011) se han denominado “culturas, políticas y prácticas”.
La cultura escolar hace referencia a la forma y grado en que un centro comparte ideas y valores sobre su quehacer educativo. Esta es una acepción complementaria a la de “cultura moral” que posteriormente analizaremos y con la cual comparte, no obstante, elementos comunes. Una cultura inclusiva es aquella en las se comparte la importancia de ser y actuar para convertirse en una comunidad escolar segura, acogedora, colaboradora y estimulante en la que todos y cada uno de sus miembros – profesorado, alumnado, personal de administración y servicios y familias, se sientan valorados y reconocidos.
Una cultura escolar inclusiva es el sostén y el estímulo para la elaboración de políticas inclusivas en el centro. Se trataría de analizar hasta qué punto los valores que impregnan la inclusión se plasman y vertebran en todas y cada una de las políticas y decisiones de organización y funcionamiento que se implementan en el centro. La política de escolarización (su apertura o cierre hacia determinados alumnos), las decisiones curriculares y organizativas que se adoptan, el sentido, la configuración de los apoyos y la coordinación de los mismos o los planes de acción tutorial, son entre otros muchos, elementos fundamentales en la capacidad del centro para responder entonces a la inclusión de sus alumnos.
Por último, es evidente que la tensión entre inclusión y exclusión educativa aparece en el desarrollo de las prácticas de aula, sin duda condicionadas positiva o negativamente por la cultura y las políticas existentes en el centro, pero también en cierto grado independiente de aquellas, y a las que a la larga pueden llegar a teñir. En este sentido, es determinante revisar y reflexionar sobre el hecho de si tanto las actividades que se desarrollan en el aula como aquellas otras de tipo extraescolar son accesibles para todos3 los alumnos y alumnas, teniendo en cuenta para ello sus necesidades, conocimientos y experiencias. Para que ello sea posible, se requiere la movilización y “orquestación” de todos los recursos que tanto la escuela como las instituciones de la comunidad pueden ofertar, de ahí también que esta movilización se convierta en un objeto de análisis y reflexión constante a lo largo de todo el proceso que sostiene esta tarea.
La segunda tarea a llevar a cabo, consecuencia de la anterior, es la de incentivar, iniciar y sostener una dinámica continua de reestructuración escolar sostenida a través de procesos de innovación y mejora que acerquen a los centros al objetivo de promover la presencia, la participación y el aprendizaje/rendimiento de todos los estudiantes de su localidad – incluidos aquellos más vulnerables a los procesos de exclusión -, aprendiendo de esa forma a vivir con la diferencia y a mejorar gracias, precisamente, a esas mismas diferencias entre el alumnado. Hay que ser conscientes de que se trata, como el título de la famosa novela, de “una historia (un proceso) interminable”, pues siempre es posible mejorar (tanto como retroceder o estancarse), en las acciones educativas que sostienen y concretan los principios y valores inclusivos.
Inclusión y exclusión educativa no son compartimentos estancos, sino procesos dialécticos e interdependientes, de modo que se avanza hacia la inclusión (hacia mejores equilibrios entre presencia, aprendizaje y participación), en la misma medida que se reducen las condiciones y prácticas que generan segregación, fracaso escolar o marginación.
Finalmente hay que resaltar que este horizonte móvil de una educación más inclusiva lo es para todo el alumnado, siendo que ese “todos” no es un eufemismo para referirse en el fondo a “algunos” o “muchos”, pero no realmente a todos. A este respecto conviene no olvidar que estamos hablando de un derecho, y como tales, los derechos no admiten excepciones o restricciones por mucho que nos resulte difícil imaginar realmente una “escuela para todos”. Hablar de “todos” debe hacernos recapitular sobre nuestra tendencia a considerar que estas disquisiciones están acotadas al alumnado considerado tradicionalmente más vulnerable. No puede ser así, puesto que sería discriminatorio no extender todas y cada una de nuestras aspiraciones (presencia, aprendizaje de calidad y reconocimiento), a algún alumno o alumna por el hecho de no caer dentro de las categorías de excepcionalidad al uso (alumnado con necesidades educativas especiales, alumnado con altas capacidades, alumnado con necesidades de compensación educativa, etc.).
Muchos más alumnos y alumnas de los que nos imaginamos y “sin categorizar“están, sin embargo, en esas “zonas de exclusión” (Castell, 2004), en las cuales es fácil caer sin una acción educativa decidida para evitarlo. Dicho todo lo anterior, ello no resulta contradictorio con el enfoque de justicia redistributiva de Rawls (1971) y su “principio de la diferencia” mediante el cual es justo (y necesario para la equidad del sistema) poner en la primera fila de nuestras preocupaciones y acciones a todo el alumnado en riesgo de exclusión, fracaso escolar o marginación.
Ahora bien, la experiencia de los centros escolares que están en movimiento hacia esa meta siempre móvil que resulta ser la inclusión educativa (Ainscow, Booth & Dyson, 2006), nos están enseñando que no tiene mucho sentido tratar de definir lo que es inclusión educativa si es con la pretensión de imponer desde fuera una definición estándar o hacer prevalecer una de las facetas anteriores. En este proceso lo relevante, en último término, es lo que cada comunidad educativa define y concreta en cada caso y cada día como inclusión, en función de su contexto, de su historia, de su cultura escolar y de sus múltiples condicionantes (económicos, políticos, culturales, etc.), cuando ello es, además, el resultado de un genuino proceso de deliberación democrática, a través del diálogo igualitario de quienes forman cada comunidad educativa comprometida (Elboj, Puigdellivol, Soler, & Valls, 2002; Nilhom, 2006).
Dicho en otros términos, esta empresa de intentar ser más inclusivos en la vida escolar no es, no debería enfocarse por nadie, como una película de “buenos y malos” de “ser o no ser”, sino de búsquedas y compromisos singulares y honestos con valores democráticos e inclusivos y en función de las propias circunstancias4. En este sentido es muy cierto, como señala Nilhom, (2006, p.438), que la pregunta de quién debe decidir y participar en cuál es la perspectiva relevante sobre qué es la inclusión educativa resulta, a la larga, más importante que la propia pregunta sobre ¿qué es inclusión? Por lo tanto, el resultado de lo que ha de ser la inclusión en cada contexto debe surgir de la participación de todos los implicados en él, aunque el resultado pueda ser diferente a la perspectiva de alguno o algunos en particular. Ello plantea algunos interrogantes importantes como el de quien puede llegar a tener más poder para imponer su interpretación al respecto o cual es el papel de los investigadores o académicos en este escenario de deliberación democrática, sin que su participación misma sea vista como interpretaciones “correctas”. Tampoco parece libre de problemas la alternativa de “dejar solos” en estos procesos deliberativos a los educadores, pues por la vía democrática se pueden resucitar una y otra vez la perspectiva tradicionales de la educación escolar, cuyos negativos efectos a largo plazo sobre los alumnos en desventaja están bien documentados (UNESCO, 2003, 2005, Echeita, 2006).
De lo señalado hasta ahora, se deduce con facilidad que la aspiración por una educación más inclusiva es todo menos sencillo. Más bien resulta una empresa compleja (como la propia sociedad en la que nos desenvolvemos), incierta, sujeta a fuertes conflictos de valor y, por lo tanto, muy contradictoria y paradójica. Como nos recuerdan Dyson & Millward, (2000, p. 159 y siguientes), aspiramos a ofrecer al mismo tiempo una educación común para todos, pero también bien adaptada a las diferentes necesidades y características de cada aprendiz, haciéndolo en el marco de espacios y contextos comunes, pero sin renunciar a las ayudas o apoyos singulares que algunos puedan necesitar, para lo cual necesitamos tener disponibles recursos, medios y personas especializadas, sin que su provisión pase por procesos de categorización de sus destinatarios, pues está demostrado que con suma frecuencia con ellos se generan procesos de etiquetación y discriminación de los implicados.
En este marco los ajustes o cambios del currículo que pudieran ser beneficiosas para algunos, podrían también perjudicar, en cierto grado, a otros que no las necesitan, y contenidos escolares socialmente valorados por la mayoría, pueden entrar en abierto conflicto con otros valores culturales minoritarios presentes en el centro, tanto entre el alumnado como entre el propio profesorado. No menos incierto y difícil resulta señalar con nitidez cuál es la frontera entre conductas que responden a la intrínseca diversidad del alumno y que, por lo tanto, deban de ser “respetadas”, y las que resultan “problemáticas” y seriamente perjudiciales para los compañeros y la convivencia escolar. En suma, una y otra vez las administraciones, los asesores, el profesorado y las familias se ve enfrentado a dilemas de distinto grado y a distinto nivel – que se configuran como la quintaesencia de la tarea de este proceso inclusivo – y que lejos de tener una respuesta técnica, única o sencilla, obligan (deberían obligar) continuamente a las comunidades educativas implicadas a dialogar, negociar y re-construir su significado en cada momento y lugar.
Cuando ello se realiza en el marco de escuelas participativas, donde prima el dialogo igualitario, sustentado en el valor de los argumentos y no en la posición del que argumenta, si bien es cierto que no podremos “desde fuera” asegurar el resultado de la deliberación, será su forma de llevarla a cabo lo que dará validez y sentido al resultado de la deliberación final (Nilholm 2006). En todo caso, la mejor forma de afrontar estas situaciones dilemáticas es creando las condiciones escolares (de tiempo, espacio y de asesoramiento) en las que el profesorado se sienta tranquilo y no amenazado para poder decir “no sé cómo resolver estos dilemas”, pero también con ganas para explorar alternativas de acción que pudieran ayudar a superarlos. El papel de los equipos directivos y de las administraciones locales, a través de sus servicios de asesoramiento y supervisión psicopedagógica sobre todo, resultan determinante a estos efectos.
Valores y principios éticos que promueven y sostienen el proceso hacia una educación más inclusiva.
Los valores son la base de todas las acciones y planes de acción, todas las prácticas en las escuelas y todas las políticas que modelan las prácticas. Por lo tanto, se pueden considerar que todas las acciones, prácticas y políticas son la encarnación de los razonamientos morales. No podemos adoptar un comportamiento correcto en la educación sin comprender, en cierto modo, los valores de los que nacen nuestras acciones. Por lo tanto, el desarrollo de la inclusión nos implica a nosotros mismos a la hora de hacer explícitos los valores que subyacen a la inclusión de la mejor manera posible. (Booth, 2006, p.212)
La enseñanza es, por encima de todo, una tarea ética y política. Mediante su trabajo el profesorado articula sus mayores esperanzas y sueños de futuro y expone sus valores a la vista de los demás. Dada la dinámica de su trabajo, los profesores necesitan redescubrir continuamente quiénes son y que defiende en el dialogo y la colaboración con los compañeros, a través de un estudio continuo y consistente y mediante una reflexión profunda, sobre el oficio. Y sobre todo los profesores necesitamos que se nos apoye, por parte de quien corresponda, y que se cuiden y respalden con palabras, hechos y dineros el trabajo de las escuelas públicas en una sociedad democrática. (Nieto, 2007)
Para llevar a la práctica la tarea de intentar articular con equidad la presencia, el aprendizaje y la participación de todo el alumnado, es preciso, antes y durante todo el proceso, encontrar una motivación, un por qué5, con capacidad suficiente para iniciar y sostener una toma de decisiones compleja, éticamente controvertida y por todo ello difícil para todos los que tienen algo que decir en este proceso (dirección, profesorado, orientadores, familias, alumnos,…).
Proceso que en estos momentos se inserta, además, en un contexto social y educativo especialmente delicado y contradictorio en el que, por un lado se apela a la importancia de la equidad, la solidaridad o el bien común y por otro, se enardece el individualismo, la competitividad, o la excelencia por encima de cualquier otro criterio; por un lado se reitera la importancia de la inversión en educación como medida estratégica para salir de la crisis que vivimos y por otro proliferan los recortes educativos en todas las partidas que debilitan especialmente a los más desfavorecidos. Los dilemas que se generan en estos procesos no son, por lo tanto, idénticos entre centros y equipos docentes, sino que están encarnados en cada contexto específico y por ello también pueden y deben tener respuestas ajustadas a dichas realidades.
Y, a nuestro parecer, esa motivación, fuente de energía y estímulo procede, fundamentalmente, de la fortaleza de un conjunto de valores y principios éticos sin cuyo concurso, está bien demostrado que el viaje hacia una educación más inclusiva será errático y de corto recorrido. Pero además, esos valores y principios son lo poco que a uno le reconforta cuando nuestras acciones guiadas por determinados valores no alcanzan su objetivo previsto:
Cuando se ven frustrados nuestros esfuerzos por realizar cambio de acuerdo con nuestros valores, la acción con principios es nuestra propia recompensa y, de esa forma, la laboriosa tarea de poner en relación los valores de la inclusión con las acciones, mantiene vivo un recurso para actuar de forma diferente. (Booth, 2006, p.217)
Como se acaba de señalar, la complejidad y tensión del proceso hacia prácticas educativas más inclusivas solo es sostenible en manos de equipos educativos fuertemente cohesionados y con sólidos y consistentes valores y principios éticos. De ahí la importancia de lo que ha venido en llamarse por unos “alfabetización ética” (Booth, 2006) o, por otros “cultura moral” (Puig et al, 2012)
A este respecto, la forma más útil de mejorar dicha alfabetización ética, es cuando la gente reflexiona con seriedad y honestamente sobre los valores que subyacen a sus acciones y a las de otros, y sobre aquellas acciones que les gustaría adoptar de forma más consistente con sus principios.
Los valores son, en definitiva, guías y soportes fundamentales para la acción, al tiempo que se encarnan en ésta. Nos empujan hacia adelante, dándonos un sentido de dirección tanto como una meta o destino. Es difícil saber si lo que estamos haciendo o lo que hemos hecho es adecuado sin comprender las relaciones entre nuestras acciones y nuestros valores.
Pero esta no es una llamada etérea o imprecisa. En la escuela esto significa, por ejemplo, ligar los valores compartidos con el currículo escolar, con las formas de enseñar y evaluar para promover el aprendizaje, con las interacciones del profesorado en la sala de profesores, con las de los alumnos en los recreos, el comedor o las actividades extra escolares y, por supuesto, en las relaciones y modos de convivencia entre los estudiantes y entre los adultos de la escuela.
Por todo ello, tener claras las relaciones entre valores y acciones es el paso más práctico y estratégico que podemos dar para mejorar nuestra alfabetización ética y valórica.
En este sentido la propuesta de este Libro Blanco es, en primer lugar, hacer explícitos los principios éticos y los valores que se consideran más sustantivos con una educación inclusiva. Lo segundo será comprometer las condiciones de distinto tipo y los estímulos necesarios para que pueda llevarse a cabo un diálogo y un debate sereno, constructivo, entre las distintas comunidades educativas de FUHEM, de forma que se asienten estos valores, se añadan otros que igualmente se consideren necesario y que, juntos, pasen a formar parte de la cultura común de cada proyecto educativo con la expectativa de que, finalmente, los centros planifiquen, implementen y evalúen acciones educativas preñadas de estos valores. O dicho en los términos que prefieren Puig et al (2012), que se consoliden en todos y cada uno de los centros de la Fundación una “cultura moral” que se quiere que sea inclusiva.
Criterios éticos para una educación más inclusiva
En primer lugar, delimitamos el significado de la ética a dos acepciones (Escudero, 2006). En primera instancia como un conjunto de principios guía del razonamiento moral en la toma de decisiones en situaciones dilemáticas. En una segunda acepción, entenderemos la ética como algo que da forma a las percepciones, las creencias, el carácter y las virtudes, en una determinada actividad o práctica social. En otras palabras, “las éticas” que revisaremos a continuación, provenientes del trabajo de Furman (2004), abarcan el ámbito de las ideas y las creencias, por una parte, y el de los compromisos y las prácticas, por otra.
Ética de la justicia
El criterio de justicia vinculado al progreso hacia una educación más inclusiva enfatiza que la mejora de la educación no puede limitarse sólo a garantizar el acceso y la permanencia, sino que debe consistir en la igualdad de oportunidades efectivas para que todos consigan dichos aprendizajes. La labor de una institución educativa justa se desarrolla sobre el supuesto de fortalecer y ampliar las capacidades, los intereses y las motivaciones de todo su alumnado, sobre todo cuando unas u otras no existen o son limitadas. Huelga decir que este criterio no lo estamos refiriendo exclusivamente, como veremos a continuación, a la acción individual del profesor, sino que atraviesa, o debería atravesar, toda la cultura institucional del centro, sus estructuras, relaciones y procesos, incluida la dirección y el liderazgo.
La ética del cuidado
En este caso, la virtud cívica sobre la que se basa esta ética, es la de poner la dignidad y el valor intrínseco de otros sujetos, de otros seres humanos, en el centro de nuestras preocupaciones. Se trata, como también nos recuerda Gijón, (2012), de basar las relaciones interpersonales, en el cuidado, la compasión y el amor. De hecho, el sentido del otro, su reconocimiento y la responsabilidad en relación con el prójimo, ha sido señalado como la base de la ética. En este sentido, la ética del cuidado se vincula directamente con la educación inclusiva, puesto que se trata de atender y hacerse cargo de las necesidades educativas singulares de cada estudiante y de ofrecer las respuestas necesarias a dichas necesidades, sobre todo ante aquellos más vulnerables al fracaso escolar, la exclusión o la marginación. El énfasis en las relaciones debe entenderse como la reciprocidad en el respeto, la solidaridad, la responsabilidad, el esfuerzo y la perseverancia entre profesores, alumnos, familias, Administración y, por qué no, la sociedad en su conjunto.
La ética de la crítica
La crítica supone una actitud de vigilancia y cuestionamiento permanente en torno al currículo, la organización, estructura y funcionamiento de nuestro sistema educativo y nuestros centros escolares, con el objetivo de analizar si algo de ello resulta injusto o si solamente beneficia a algunos alumnos en desmedro de otros. La ética de la crítica vendría a ser el sustento básico de la actitud de indagación y reflexión sobre las barreras que generan exclusión, fracaso escolar o marginación de algunos alumnos, tanto como sobre los facilitadores que promueven la presencia, el aprendizaje o la participación de todos. Muchas veces tendemos a ver el funcionamiento de las escuelas como algo natural, “que siempre ha sido así”, obstruyendo con ello el desarrollo de una mirada crítica y transformadora de la educación. Por ese motivo, quizás uno de los mayores retos de la ética de crítica sea superar la mirada naturalizada de la organización escolar que invisibiliza la segregación y la exclusión escolar, en sus múltiples formas (Gentile, 2002).
La ética de la profesionalidad
Asumir los códigos éticos en el ejercicio profesional conlleva algo mucho más complejo que el ejercicio riguroso y eficaz, pero individual, de la profesión. En primer lugar, la ética de la profesión requiere del esfuerzo y la persistencia por la actualización permanente de los conocimientos, capacidades, responsabilidades y metodologías propias de la profesión. En segundo lugar, cabe reclamar, de quienes ejerzan las profesiones vinculadas a la educación, que pongan por delante de cualquier forma de corporativismo, los intereses de los ciudadanos y su predisposición al trabajo colaborativo como medio imprescindible para la consecución de fines complejos.
La ética de la comunidad
Finalmente, es la comunidad educativa como un todo la que da sentido a los criterios éticos recién vistos. En este sentido, la ética comunitaria es intrínsecamente democrática, ya que se basa, entre otros, en los siguientes principios: la expresión y el intercambio libre de ideas, el bien común como núcleo de los propósitos y responsabilidades de todos y cada uno de los miembros de la comunidad, la disposición a escuchar a la diversidad de voces (alumnos, familias, etc.), y el fomento de procesos de deliberación participativos. Por otra parte, al poner la ética comunitaria en el centro de las virtudes cívicas, se destaca que es la comunidad, y no el individuo, el agente moral más importante (Puig et al, 2012). Es en el seno de una comunidad educativa donde puede fraguarse el sentido más profundo de la mejora de los procesos que contribuyan a la inclusión educativa.
Valores inclusivos6
Como han señalado Booth y Ainscow (2011), no hay una lista cerrada de valores inclusivos, y es posible, además, que su relevancia sea diferente en según qué circunstancias, pero la experiencia investigadora que sustenta esta propuesta resalta la importancia de algunos de ellos en particular:
- Igualdad,
- Derecho,
- Participación,
- Comunidad
- Sostenibilidad.
- Respecto a la diversidad
- No violencia
- Confianza
- Honestidad
- Coraje
- Alegría
- Amor
- Esperanza /optimismo
- Belleza
- …
Sin duda alguna, no se trata de valores independientes, sino entrelazados e interdependientes, razón por la cual muchas veces se usa la expresión “marco de referencia” para enfatizar la interrelación entre ellos. Por otra parte, resulta un tanto didáctico organizarlos (ver Cuadro nº 1), desde el punto de vista de que unos nos dicen más de la calidad de las “estructuras”, otros tienen más relación con el “carácter y la cualidad de las relaciones” y un tercer grupo que apunta hacia valores que nutren y sostienen “el espíritu”.
Se hace a continuación una breve definición o concreción de estos valores, en algunos casos algo más detallada que en otros, para facilitar el dialogo sobre ellos, así como para estimular la reflexión sobre otros que, no estando en esta lista, puedan ser fundamentales para el desarrollo de la forma de entender y desarrollar la acción educativa en los centros de la FUHEM.
En relación con las estructuras
Igualdad
La igualdad y los valores y conceptos afines como equidad y justicia son valores centrales en la educación inclusiva. La desigualdad, la inequidad y la injusticia son formas de exclusión. La igualdad no es intentar que todos sean iguales o tratar a todo el mundo de la misma manera. Es considerar que todo el mundo tiene el mismo valor y es digno de ser reconocido por lo que es y no por lo que nos gustaría que fuera en relación con un cierto patrón de “normalidad”. Esto afecta especialmente a las formas en las que los alumnos son agrupados, sean en clases o colegios, de forma que se eviten la consolidación de jerarquías respecto a dicha valoración.
Justicia, igualdad y equidad, a menudo empleados indistintamente, conceptualmente se enmarcan en la actualidad en paradigmas diferenciados. Como señala Bolivar (2012), si desde el paradigma de la igualdad todos los individuos deben siempre recibir el mismo tratamiento; desde el marco de la equidad los individuos son diferentes entre sí y merecen, por lo tanto, un tratamiento diferenciado que elimine o reduzca la desigualdad de partida. Desde el marco de la equidad, el tratamiento desigual es justo siempre que pueda beneficiar a los individuos más desfavorecidos. En definitiva, una justicia social en educación debe tender a la equidad (repartir los medios para favorecer a los desfavorecidos), no a la distribución igualitaria de recursos entre todos los alumnos. Por otra parte, una visión inclusiva de la igualdad tiene mucho que ver con los postulados de Sen (2010), en el sentido de que no se trata de la búsqueda de la “igualdad de oportunidades perfecta” entre sujetos con evidentes desigualdades en su funcionamiento, estatus, salud, o condiciones de vida, sino de centrarse en la tarea de “reducir dichas desigualdades”.
Derecho
Todos los niños y jóvenes tienen derecho a una educación pública de calidad y gratuita en su contexto más próximo. La promoción de los derechos humanos dentro de la educación, demanda el desarrollo de relaciones de reciprocidad y cuidado. Algunos piensan erróneamente que el disfrute del derecho a una educación inclusiva está condicionado por ciertos comportamientos o condiciones personales. Los derechos son incondicionales, y se poseen por la virtud de nuestra condición humana. Corresponde a los profesionales encontrar respuestas justas al dilema que surge del conflicto entre los derechos de unos estudiantes y los de otros. Por otra parte, el reconocimiento explicito del derecho a una educación inclusiva que establecen las leyes educativas vigentes nos responsabiliza con la tarea de crear las condiciones (facilitadores) que propicien a todos el disfrute efectivo de ese derecho (estar, aprender y participar), velando al mismo tiempo porque no se produzcan (o en su caso se eliminen), las situaciones de discriminación a las que algunos alumnos pueden verse abocados.
Participación
La participación del profesorado, del alumnado y de sus familias, tanto como al del resto de personal que configuran cada “comunidad educativa”, es un valor nuclear del proceso de inclusión. Ahora bien, la participación debe ir mucho más allá de “estar ahí” (presencia), donde los demás están, aunque ese es el primer paso. La participación tiene dos elementos: “la acción participativa” o actividad, y el “yo participante”. Una persona participa no solo cuando se implica en actividades comunes con otros semejantes, sino también cuando se siente reconocido, implicado y aceptado. Participar tiene que ver con colaborar con otros. Cuando hablamos de enseñar y aprender, participar es implicación activa en el aprendizaje y en las decisiones escolares que a uno le afectan en su vida. La participación está, por todo ello, íntimamente ligada a la democracia y a la libertad.
A ser participantes activos nos ayuda la toma de conciencia sobre las fuentes y la naturaleza de nuestras acciones, intenciones y sentimientos. La participación implica diálogo con otros sobre la base de la equidad, lo que requiere un contexto lo más libre posible de diferencias de estatus y poder entre aquellos llamados a dialogar. La participación se mejora cuando trabajamos con otros y se refuerza un sentido de identidad, cuando somos aceptados y valorados por nosotros mismos.
Comunidad
Vivimos en comunidad, en estrecha relación con otros, siendo la amistad un elemento fundamental del reconocimiento mutuo. La comunidad se construye en las culturas morales que promueven la convivencia, la colaboración y la cooperación y está ligado al sentido de interdependencia positiva y responsabilidad hacia y con los otros y con las ideas de servicio público, ciudadanía global y local y reconocimiento de la interdependencia planetaria. Una comunidad escolar inclusiva proporciona un modelo de lo que significa ser un ciudadano activo y responsable, cuyos derechos son respetados fuera de la escuela.
Sostenibilidad
Como se señaló al principio, la meta más importante de la educación escolar es (¡debería ser!), preparar al alumnado para desarrollar formas de vida sostenibles, en comunidades y entornos sostenibles, local y globalmente hablando (UNESCO, 2012). Implicarse hoy con valores inclusivos tiene que ver con implicarse en el bienestar de las futuras generaciones, pues de lo contrario no habrá futuro para nadie y, entonces, ¿en qué mundo estaríamos incluidos? El valor de la sostenibilidad nos debe mover para reflexionar con sentido crítico sobre las relaciones de poder inherentes al modelo social dominante y sobre nuestros modos de vivir, estar y consumir y su relación con los riesgos medioambientales que pondrían en riesgo la permanencia de nuestra sociedad y nuestro planeta.
Respecto a las relaciones
Respeto a la diversidad
Respetar la diversidad significa valorar a otros y tratarlos bien, reconocer las contribuciones que hacen a la comunidad desde su individualidad así como a través de sus acciones positivas. Implica reconocer lo que nos hace semejantes en dignidad y derechos y lo que nos diferencia como individuos. La diversidad tiene que ver con todos, sin eufemismos. No es un “todos” que significa “la mayoría” o “casi todos”. La diversidad no es lo que son “los otros”, los “raros” o los “especiales”, mientras que “nosotros” nos consideramos ilusoriamente “normales”.
El respecto a la diversidad está íntimamente ligado a la “igualdad de reconocimiento”, o visibilidad, que en las últimas décadas se ha añadido a las otras formad de igualdad defendidas, hasta el punto de que para algunos, como Honneth (1997; 2010):
el reconocimiento de la dignidad de personas o grupos constituye el elemento esencial de nuestro concepto de justicia… Hay formas de trato socialmente injustas en las que lo que está en juego no es la distribución de bienes o derechos, sino la ausencia de afectos y cuidado o de estima social, que hurtan la dignidad o el honor. (Honneth, 2010, pp.14-15):
No violencia
La no-violencia requiere saber escuchar y comprender el punto de vista de los otros y hacer valer, a través de un diálogo igualitario, el peso y coherencia de los argumentos racionales, incluidos los propios. Ello pasa por oponerse con racionalidad a la simple imposición de ideas o criterios por argumentos de poder, estatus, o tradición. Requiere el desarrollo de competencias para la negociación, la mediación y la resolución de conflictos entre niños, jóvenes o adultos. Requiere, en todo caso, que los adultos sean modelos de no-violencia en su propio proceder y comportamiento. La no-violencia es la quintaesencia de las comunidades educativas que han sabido construir un estilo de convivencia y modelos de disciplina positivos y no punitivos (Torrego y Moreno, 2003)
Confianza
La confianza apoya y sostiene la participación y el desarrollo de relaciones e identidades seguras. También requiere del diálogo y del respeto mutuo. Los niños y jóvenes tienen que aprender a confiar en otros distintos a su familia, lo que implica enseñarles a analizar la naturaleza de lo que pueden y deben ser encuentros seguros y no seguros con otros. Esto puede ser especialmente importante para aquellos que se sienten vulnerables en casa, o que han sido objeto de maltrato o discriminación frecuente. La confianza es necesaria para el desarrollo de una identidad segura y de una sociedad confiable. Cuando menos se confía en las personas, menos confiable resulta uno mismo. Confiar que otros te escucharan y responderán de modo justo, es imprescindible para enfrentarse a situaciones educativas delicadas que deban ser descubiertas y enfrentadas. Las personas están dispuestas a abrirse cuando confían que pueden entablar un diálogo respetuoso con otros sin buscar una situación de ventaja.
Compasión
La compasión supone comprender y ser empático con el sufrimiento de otros, así como el deseo de aliviarlo. Requiere de un esfuerzo deliberado para comprender la discriminación y el sufrimiento, tanto en un plano local como global, así como una disposición firme para tomar en consideración los puntos de vista y los sentimientos de los demás. La compasión pone en juego el hecho de considerar que el bienestar personal está limitado por las necesidades de bienestar de todo el mundo. Abrazar la compasión significa reemplazar los enfoques punitivos en el incumplimiento de las normas por parte de algunos estudiantes, por la responsabilidad de brindar apoyos para el desarrollo de aquellas competencias que permitan a esos mismos niños o jóvenes continuar aprendiendo y participando. Una educación compasiva es aquella que reconoce los errores, independientemente del estatus de la persona implicada en ellos, es aquella que acepta las disculpas, y donde la restitución y el perdón son posibles.
Honestidad
La honestidad no es la simple expresión de confianza. La deshonestidad suele tener mucho más que ver con la omisión de información que con la mentira. Ocultar información o hacerla equivoca para otros impide su participación. Por otra parte, la honestidad conlleva evitar la hipocresía, actuando de acuerdo con los propios valores y principios. Supone mantener las promesas y está ligada a la integridad y la sinceridad, pero también a valores como la confianza y el coraje. La honestidad entre los educadores supone compartir conocimientos con los estudiantes sobre las realidades locales y globales, animándoles a interesarse por lo que está pasando en el mundo, de modo que puedan tomar decisiones informadas importantes para su presente y su futuro. Finalmente la honestidad facilita que se hagan preguntas difíciles y que se admita la limitación del propio conocimiento.
Coraje
Se requiere coraje para oponerse, cuando es preciso, al peso de las convenciones, del poder, de la autoridad o a los puntos de vista y a la cultura del grupo al que se pertenece. Pensar por uno mismo y expresarse conforme a las propias ideas requiere de un gran coraje. Éste es necesario para “plantarse” por uno mismo, o por otros o cuando no hay una cultura de apoyo mutuo o se dan situaciones de discriminación o trato injusto. Hay que tener coraje para oponerse a un mal entendido sentido de la lealtad institucional, cuando ésta encubre situaciones negativas que afectan a los más vulnerables.
En relación con el espíritu
Alegría
Los valores inclusivos tienen que ver con el desarrollo de la persona en su totalidad, incluidos sus sentimientos y emociones, con el enaltecimiento de su espíritu humano. Con la alegría de la implicación en las relaciones de enseñanza y aprendizaje. Los valores inclusivos están relacionados con los lugares y las acciones escolares como espacios donde tan importante es “ser” como “llegar a ser”. Una educación que promueve y mantiene la alegría, potencia el aprendizaje a través del juego y el humor compartido. Anima y celebra la satisfacción por adquirir nuevos intereses, conocimientos y habilidades y por ser capaz de mantenerlos. La alegría, como emoción positiva, es un componente imprescindible en las escuelas eficaces, donde el profesorado y los miembros de la comunidad cuidan y valoran las oportunidades para disfrutar y reírse juntos como un factor de protección ante dificultades y desafíos.
Amor
La compasión está estrechamente ligada con el valor del amor y el cuidado del otro. La profunda actitud de cuidar al otro, sin esperar nada a cambio, está en el corazón de muchos educadores y educadoras y en la base de lo que da sentido a su vocación. Supone apoyar a otros para que sean y lleguen a tener el reconocimiento que la gente alcanza cuando es valorada. Esto refuerza el sentido de identidad y pertenencia y promueve la participación. En las comunidades activas y vivas, subyace la disposición a cuidar a los otros, y la de dejarse cuidar cuando uno lo necesita.
Esperanza/optimismo
El valor de la esperanza y el optimismo son un deber profesional para los educadores al igual que es un deber personal para los progenitores. Debemos convenir que es necesario enfrentarse a las dificultades locales, nacionales o globales con el convencimiento de que pueden ser aliviadas. La esperanza no es la disposición meliflua a mirar solamente “el lado brillante de la realidad”. Implica no dejarse llevar por el desaliento en la situaciones difíciles y buscar apoyos y ayudas para enfrentarse colaborativamente a las misma, mostrando cómo la gente puede hacer que su vida y la de otros, cercanos o lejanos, sea diferente. Como dijo Edgar Morin, “La esperanza sabe que no es certeza. Esperanza no el mejor de los mundos sino en un mundo mejor”.
Belleza
Es cierto que la llamada a crear belleza puede ser vista como un asunto polémico, desde el momento que la belleza está en los ojos y en la mente de quien la ve o concibe. Es evidente, por otro lado, lo opresivo y excluyente que resulta para muchas personas la forma mercantilizada que se nos ofrece de la belleza a través, por ejemplo, de la publicidad. La belleza está ahí cuando alguien ama o disfruta con algo que otra persona ha creado, sea en el ámbito de las artes o en otras esferas. La belleza está en los actos de gratitud y amabilidad, en esas preciosas ocasiones donde la comunicación ha transcendido el interés individual, en las acciones colectivas de apoyo para demandar el cumplimiento de derechos, o cuando la gente usa su voz para ser reconocido. Finalmente, una belleza inclusiva supone ir más allá de los estereotipos en la diversidad de las personas y en la diversidad de la naturaleza.
La “cultura moral” inclusiva o el proceso de llevar ciertos principios y valores a la acción
En algunos centros de primaria, los alumnos de los primeros cursos se convierten por turnos y durante algunos minutos al día en ayudantes encargados de despertar a sus compañeros de parvulario una vez han terminado la siesta. Como todas las prácticas tienen un objetivo funcional: despertar y levantar a los pequeños. Y como todas tienen un horizonte de valor: ayudar a los demás. Además, y también como todas, durante su desarrollo materializan múltiples valores, La secuencia de despertar y levantar está llena de acciones que implican pequeños actos de valor. Mueven con ternura a los pequeños dormidos, les ponen los zapatos con paciencia, les acompañan a lavarse con delicadeza, les ayudan a sentarse y les leen un cuento con ganas de divertirles. Una secuencia de pequeñas acciones con objetivos, un horizonte de valores y múltiples microactos valiosos. (De la Cerda, 2011, citado en Puig et al, 2012, pág. 99).
Este mismo enfoque lo hemos visto en centros de educación secundaria aplicado a la acogida de estudiantes de otros países, mediante un sofisticado sistema de “alumnos acompañantes”. Bien conocidos son también los sistemas de “mediación entre estudiantes” frente a los conflictos de convivencia (Torrego y Montero, 2003), las prácticas de aprendizaje cooperativo en las aulas (Echeita, 2011) o el “trabajo por proyectos” (Hernández, 2008). Es en estas y otras muchas acciones – sean relativas a los encuentros, las normas, las rutinas, las tareas escolares, las clases, los programas o las actividades institucionales -, y que están, por lo tanto, dirigidas a los alumnos, o formen parte de las relaciones entre el profesorado, o bien con las familias o con los miembros no docentes del centro escolar, donde se ven con claridad “nuestros valores en acción”.
Lo que se quiere reafirmar es que la forma de consolidar los principios y valores que anteriormente se han analizado, no es la de relegarlos al espacio de las declaraciones o los documentos institucionales que con tanta gallardía aguantan todo lo que en ellos se escriba. A lo largo de este texto se ha reiterado, de diversos modos, que el simple análisis, explicitación e incluso debate sobre los valores y principios éticos que sostienen una educación más inclusiva es condición necesaria pero no suficiente para que los centros escolares “realmente” avancen y progresen en esa dirección. Debemos reiterar por activa y por pasiva que “el mejor argumento moral es la acción”
En efecto, detrás de la mayoría de nuestras acciones educativas hay uno o varios valores (obviamente no siempre inclusivo), a través de los cuales se contribuye a configurar, junto con los de otros, un determinado sentido personal (Frankl,1991), y de la institución, o lo que otros han llamado, una cultura moral del centro en el que se trabaja. Este concepto de “cultura moral”, tal y como la entienden Puig et al (2012), resulta altamente esclarecedor y relevante para el objetivo de este documento. Para estos autores, la cultura moral de una institución,
Es lo que se hace en el centro, el conjunto de prácticas educativas que forman el sistema complejo de disposiciones, acciones y actividades de la institución… Estas acciones crean un mundo de valores, formado por los valores propios de cada una de las prácticas y por el sentido que aporta el conjunto de todas ellas….La cultura moral no son las ideas y valores compartidos por un colectivo, pero no hay cultura moral sin ideas y valores que la sustenten. De ahí que en la construcción de la cultura moral de un centro tenga un papel esencial el proyecto educativo que comparte mayoritariamente el equipo docente…La cultura moral no es el clima de un equipo, pero sin un clima relacional positivo que facilite las sinergias y el esfuerzo compartido no es posible pensar en institucionalizar una determinada cultural moral, ni en darle continuidad. Lograr un buen clima es una condición fundamental para la construcción de una cultura moral…A esta realidad compleja formada por el sistema de prácticas y su mundo de valores, las ideas y los valores compartidos y el clima relacional de un grupo la denominaremos “comunidad de prácticas” (Wenger, 2001)… En consecuencia las tareas para la intervención para mejorar la cultura moral de los centros deberían abordar necesariamente los tres espacios que forma una comunidad de prácticas. Se deben trabajar las ideas sobre educación y pensar los valores que convienen al centro, se debe atender al clima relacional para que permita realizar un buen trabajo de equipo y, finalmente, se debe destinar tiempo al diseño y aplicación de cada una de las prácticas necesarias para configurar un buen sistema de prácticas que cree un mundo de valores tan bueno como sea posible.
– Puig et al (2012 p. 104-105. Los énfasis no están en el texto original),
Es obvio que es más fácil enumerar los componentes esenciales de una “comunidad de prácticas inclusivas” (valores compartidos, clima relacional y prácticas) que llenar de valor las principales dimensiones centrales del quehacer educativo en los centros escolares:
- La organización y funcionamiento escolar
- El currículo, su estructura, contenido e implementación en las clases
- La formas de enseñar, aprender y evaluar
- La política de escolarización, acogida y permanencia de los estudiantes
- La convivencia y la resolución de conflictos entre estudiantes y entre el profesorado y la comunidad escolar
- La forma de entender y organizar los apoyos y los recursos para atender a la diversidad
- Las relaciones con el entorno próximo y con otras realidades distantes.
- La cultura de la escuela ante los desafíos sociales y ecológicos, así como ante las situaciones de discriminación o irresponsabilidad que se observan a nuestro alrededor.
- La participación de estudiantes, familiares y comunidad
- Las relaciones con otros agentes educativos y “apoyos externos”
- El liderazgo y la innovación
- …..
Los centros seriamente comprometidos con una educación inclusiva tienen por delante una ardua, pero también apasionante tarea que, por otra parte, es la que con más densidad puede contribuir a dar sentido a su quehacer profesional. Frente a si tienen la empresa de evaluar, optimizar e innovar su cultura moral desde los principios y valores declarados (Rubio, 2012) lo que conlleva describirla, evaluar sus cualidades (grado de diversidad y complejidad) y por lo tanto la densidad moral del mismo. Todos estos pasos pueden ser, incluso, representados de forma gráfica y conceptual para que la cultura moral del centro sea algo sobre lo que se puede hablar y discutir, pero sobre evidencias recogidas con rigor y sistematicidad y no sobre simples opiniones. Los procedimientos apuntados aportan información relevante sobre la forma de ser y de hacer de una institución educativa. Información que, en manos de equipos educativos comprometidos, puede convertirse en material valioso en un proceso de reflexión y mejora en el seno de la institución (Rubio, 2012).
Todos estos procesos no pueden dejarse simplemente a la acción bien intencionada o espontánea puesto que tienen tras de sí conocimientos y procedimientos que hay que conocer y saber manejar. Pero este no es el lugar y el momento para analizar con detalle todos ellos.
Este texto llega a su final habiendo intentado cumplir la finalidad que perseguía, y que consistía en hacer explícito, para el debate y la reflexión compartida, un marco de valores y principios éticos que refuercen el compromiso educativo establecido por FUHEM en su proyecto fundacional. No solo se ha limitado a ello, sino que también ha reiterado que sería frustrante el ejercicio realizado si no va acompañado de la voluntad, por parte de los equipos educativos de los centros, liderados por sus respectivos equipos directivos, de revisar la cultura, las políticas y los sistemas de prácticas que en ellos de despliegan, pues son tras ellas donde realmente se aprecia en mayor o menor grado la presencia de los valores declarados. Obvia decir que este complejo y previsiblemente turbulento proceso, precisa del apoyo y acompañamiento de la Fundación, sin el cual estará condenado a un voluntarismo de incierto recorrido.
La buena noticia es que no faltan ni conocimientos, ni estrategias o instrumentos para llevar a cabo esta tarea, y en este documento se han resaltado sobre otros dos: el Index for Inclusion (especialmente su tercera edición) de Booth y Ainscow (2011) y el trabajo de Puig et al (2012) que, explícitamente, permite describir, comprender, evaluar y mejorar la cultura moral de un centro educativo en sus distintas facetas y ámbitos de concreción. Parece fuera de lugar en este documento, habida cuenta de su finalidad, extenderse en explicar con más detalle las propuestas y análisis específicos que esos trabajos realizan, cuando por otra parte son fácilmente accesibles y comprensibles.,
Tenemos, entonces, una hoja de ruta relativamente clara del proceso a llevar, aunque no por ello sea fácil ni directa. Lo que seguramente no esté tan claro es el grado de voluntad y determinación, individual y colectiva de quienes componen las comunidades educativas de la FUHEM para iniciar y sostener con rigor y sin desmayo los procesos de mejora e innovación educativa que, movidos por el marco de principios y valores inclusivos que en este documento se han analizado brevemente, se necesitan implementar.
También es cierto que hay poderosas fuerzas e inercias, ajenas a las personas y fuera de su control, que operan en contra de esa voluntad. En todo caso, y siendo coherentes con los valores declarados, tal vez quepa decir, parafraseando a V. Havel que “tenemos esperanza, no como convicción de que el proceso saldrá bien, sino como certeza de que tiene sentido intentarlo, sin importar el resultado final”.
Ainscow, M.; Booth, T.;Dyson, A. y otros (2006). Improving Schools, Developing Inclusion. Nueva York: Routledge
Blanco, R. (2006). La equidad y la inclusión social: uno de los desafíos de la educación y la escuela hoy. Revista Electrónica Iberoamericana sobre Calidad, Eficacia y Cambio en Educación, 4, 3, 1-15.
Bolivar, A, (2012). Justicia social y equidad escolar. Una revisión actual, 1(1), 9-45, http://www.rinace.net/riejs/numeros/vol1-num1/art1.pdf
Booth (2006). Manteniendo el futuro con vida; convirtiendo los valores de la inclusión en acciones. En M.A. Verdugo & F.B. Jordán de Urríes (Coords.), Rompiendo inercias. Claves para avanzar. VI Jornadas Científicas de Investigación sobre Personas con Discapacidad (pp. 211-217). Salamanca: Amarú.
Booth, t. & Ainscow, M. (2011). Index for inclusión .Developing leaning and participation in schools (3ªed.). Manchester: CSIE
CAST (2008). Universal Design for Learning. Guidelines version 1.Wakefield: MA
Castel, R. (2004). Encuadre de la exclusión (trad. de I. Agoff). En S. Karsz (Comp.), La exclusión: bordeando sus fronteras. Definiciones y matices (pp. 55-88). Barcelona: Gedisa.
Coll, C. y Martín, E. (2006). Vigencia del debate curricular. Aprendizajes básicos, competencias y estándares. II Reunión del comité intergubernamental del Proyecto Regional de Educación para América Latina y el Caribe (PRELAC). Santiago de Chile, 11-13 de mayo de 2006. Documento no publicado. http://www.ub/edu/grinte.
Dyson, A & Millward, A. (2000). School and special needs: Issues of Innovation and Inclusion. Londres: Paul Chapman
Echeita, G. (2011). El aprendizaje cooperativo al servicio de una educación de calidad para todos y con todos en el siglo XXI. Cooperar para aprender y aprender a cooperar. EN J. C. Torrego y A. Negro (Coord) Aprendizaje cooperativo en las aulas. Fundamentos y recursos para su implementación.(pp. 21-45) Madrid: Alianza Editorial
Escudero, J. M. (2006) Compartir propósitos y responsabilidades para una mejora democrática de la educación. Revista de Educación, 339, 19-42
Elboj, C.; Puigdellivol. I; Soler, M., & Valls, R. (2002). Comunidades de Aprendizaje. Barcelona: Graó
Frankl,V.(1991). El hombre en busca de sentido. Barcelona: Herder
Florian, L., & Kershner, R. (2009), Inclusive Pedagogy. En H. Daniels, H. Lauder, & J. Porter (Eds.), Knowledge, values and educational policy: A critical perspective (pp. 173-183). London: Routledge.
Florían. L. (2010) The coneept of inclusive pedagogy. En G. Hallett, & F. Hallctt (Eds.), Transforming the role of the SENCO (pp. 61-72). Buckingham: Open Universíty Press.
Furman, G.C. (2004). The ethic of community. Journal of Educational Administration, 42(2), 215- 235.
Gentile, P. (2001). Un zapato perdido. Cuadernos de Pedagogía, 308, 24-30
Gijón, M. (2004). Encuentros cara a cara. Valores y relaciones interpersonales en la escuela. Barcelona: Graó
Hernández, F. (2008). Organización del currículum por proyectos de trabajo. Barcelona: Octaedro.
Honneth, A. (1997). La lucha por el reconocimiento: por una gramática moral de los conflictos sociales. Barcelona: Crítica.
Honneth, A. (2010). Reconocimiento y menosprecio. Sobre la fundamentación normativa de una teoría social. Madrid: Katz Editores.
Karsz, S. (2004). La exclusión: bordeando sus fronteras. Definiciones y matices. Barcelona: Gedisa
Nieto, S. (2007). Profesorado al pie del cañón: lecciones desde el terreno. Cuadernos de Pedagogía, 374, 44-47.
Nilholm, C. (2006). Special education, inclusion and democracy. European Journal of Special Needs Education, 21, (4), 431-446
Torrego j. & Moreno, J. (2003). Convivencia y disciplina en la escuela. El aprendizaje de la democracia. Madrid: Alianza.
Puig, J.M.( Coord), Domenech, I, Gijon, M., Martín, X, Rubio, L y Trilla J. (2012). Cultura moral y educación. Barcelona: Graó
Rawls, J. (1979). Teoría de la justicia. Madrid: Fondo de Cultura Económica.
Rubio, L. (2012). Evaluación de la cultura moral. En J.M. Puig et al Cultura moral y educación. (pp. 201-220). Barcelona: Graó
Sen, A. (2010). La idea de la justicia. Madrid: Taurus
UNESCO (2003). Superar la exclusión mediante planteamientos integradores de la educación París: UNESCO
UNESCO (2005). Guidelines for inclusión: Ensuring Access to Education for All. París: UNESCO.
UNESCO (2009). International Conference on Education 48th session. Inclusive education: The way of the future. Final Report. Paris: UNESCO.
UNESCO (2012) Educación para el desarrollo sostenible. Libro de consulta- Paris: UNESCO
Wenger, E (2001). Comunidad de práctica. Barcelona:Paidós
Comments are closed.