Con los ojos abiertos… para construir nuestro proyecto

[box]Este texto ha sido elaborado por Yayo Herrero, antropóloga, educadora social e ingeniera agrícola y Directora General de FUHEM, para contribuir a promover el debate en torno a los distintos aspectos englobados en el Libro Blanco de la Educación en FUHEM. Ir a los comentarios [/box]

Mirar hoy el mundo que nos rodea no es tranquilizador. Los seres humanos contemporáneos vivimos un momento de crisis profunda que afecta a las relaciones de las personas con la naturaleza, así como a equidad social en el acceso a los recursos y bienes que proporciona el planeta Tierra.

Crisis es una palabra que se ha incorporado con fuerza al lenguaje cotidiano, aunque la mayor parte de las veces hace referencia a elementos parciales de la crisis global que atravesamos.

Habitualmente, la dimensión más presente de la crisis en el imaginario colectivo es la económica y las dramáticas repercusiones que está teniendo en el bienestar de las personas la forma en la que el poder económico y político la está afrontando. Sin embargo la complejidad de la situación que atravesamos es mucho mayor que la que plantearía una crisis económico-financiera.

En los últimos siglos, y de forma más intensa durante los últimos decenios, el tamaño de la esfera económica ha crecido desmesuradamente a costa de la biosfera y de las condiciones de vida de muchas personas. La desconexión entre la economía convencional y las bases materiales que permiten la vida, la ignorancia de la dependencia radical que tenemos los seres humanos, tanto de la naturaleza como de otras personas que cuidan nuestros cuerpos vulnerables, una tecnociencia enormemente poderosa que posibilita el incremento de la dimensión física de la economía, y la disponibilidad de energía fósil barata han conducido a conformar una forma de habitar el planeta profundamente incompatible con la organización de lo vivo.

Configurar una salida alternativa y justa que no reconozca y asuma la naturaleza ecodependiente e interdependiente de la vida humana es misión imposible. Tomar conciencia de aquello que sostiene materialmente la vida puede ayudar a perfilar políticas, instrumentos, procesos e instituciones compatibles con esa doble dependencia. Sólo con los ojos abiertos y mirando desde diferentes prismas podemos construir un relato que nos permita entender por qué vivimos en un mundo que le ha declarado la guerra a la vida. Para ello, es preciso tratar de comprender globalmente qué está pasando, asumir el carácter multidimensional de la crisis y como se superponen e interconectan sus distintas expresiones (ecológica, política, económica y social).

El sistema educativo no puede permanecer ajeno a la necesidad de modificar drásticamente la percepción y la relación de los seres humanos entre ellos y con la naturaleza. Es preciso aprender a utilizar otros indicadores que superen la limitada contabilidad monetaria y que den cuenta de los flujos reales de energía y materiales; conocer la historia y evolución del territorio y los ecosistemas; comprender la organización cíclica que permite la regeneración y el mantenimiento de la vida; aprender a vivir con una reducción significativa de la energía utilizada; asumir la interdependencia entre las personas y el papel fundamental de las relaciones humanas en las sociedades…

Es imprescindible entender y desarrollar una mirada compleja también desde la educación. Es por ello, que la reflexión profunda sobre el proyecto educativo de FUHEM no puede obviar el contexto de crisis global en el que se desenvuelve el proceso educativo.

En los epígrafes siguientes vamos a tratar de realizar una revisión muy somera e inevitablemente incompleta, del contexto de crisis civilizatoria en el que tiene que desarrollarse nuestro proyecto educativo.

La bolsa de valores o la vida

Tras varios episodios menores en la década anterior como la burbuja especulativa de la empresas vinculadas a Internet o el escándalo de la empresa energética ENRON que a través de la ingeniería contable camufló una deuda de 68.000 millones de dólares, en 2007 estallaba en Wall Street una profunda crisis financiera que hunde sus raíces en el intenso proceso de financiarización y desregulación de la economía iniciado a mediados de los años 70.

La retirada de la intervención y supervisión del Estado, junto a la idealización del funcionamiento del libre mercado abandonado a las leyes de la oferta y la demanda, terminaron por incubar la mayor crisis financiera de la historia. Una tormenta perfecta que se hace visible cuando millones de personas endeudadas son incapaces de hacer frente a sus hipotecas, provocando la quiebra de grandes bancos y aseguradoras.

La economía globalizada tardó escasas semanas en trasladar la crisis a Europa, donde los diversos Estados, siguiendo un efecto dominó, tuvieron que intervenir para salvar sus sistemas bancarios inyectando miles de millones de euros. En pocos meses se movilizaron 2,3 billones de euros para estabilizar unas turbulencias que amenazaban con derribar la arquitectura de la economía financiera. Baste recordar que según el PNUD de la ONU una suma cincuenta veces menor hubiese servido para abastecer de agua potable, alimentación equilibrada, servicios básicos de salud y educación elemental a cada habitante del planeta.

Ante la inevitabilidad de la intervención, los propios líderes políticos del G-20 hablaron de la necesidad de refundar el capitalismo, recuperar las regulaciones y dotarle de un rostro humano que pudiera contrarrestar la voracidad de beneficios desatada que había provocado la crisis.

Esta retórica se fue diluyendo con el paso de los meses y debido a las oportunidades de negocio que este sobreesfuerzo público por salvar los bancos había provocado.

El resultado fue que al disminuir la actividad cayó la recaudación de ingresos y que el gasto de los gobiernos se multiplicó, así que los déficits se dispararon y la deuda subió de forma acelerada. Los bancos que habían provocado la crisis aprovecharon la necesidad de financiación de los gobiernos y entonces sí les prestaron grandes cantidades, aunque a costa de imponerles condiciones draconianas a través de reformas muy profundas basadas, sobre todo, en recortar el gasto social y los salarios para que la mayor parte posible de los recursos se dirigiera a retribuirles a ellos (Navarro y col, 2011).

El endeudamiento público generado para acometer el rescate bancario, ha abierto la puerta para que las agencias de calificación de riesgos, que garantizaban la máxima solvencia de las hipotecas basuras que iniciaron la crisis, generen un clima de inestabilidad económica al dudar de la solvencia económica de determinados Estados. Estas entidades deciden sobre el futuro de los países siguiendo sistemas de evaluación poco transparentes y condicionados a los intereses privados. Países periféricos de la Unión Europea, especialmente Grecia, han sido víctimas de un acoso especulativo que ha disparado sus primas de riesgo, dificultando sus posibilidades de financiación en los mercados internacionales.

Y como los países de la Eurozona no pueden financiar su deuda pública a precios razonables y sus herramientas económicas han sido delegadas a Bruselas, se encuentran desprotegidos de los ataques especulativos. El único banco central que puede imprimir dinero es el Banco Central Europeo (BCE), pero el problema es que éste no compra directamente deuda de los Estados miembros sino que lo presta a intereses bajísimos a la banca privada, al 1,25%, para que posteriormente esta banca financie a los Estados que tienen que pedir prestado dinero a los bancos, pagando unos intereses muchos más elevados. La deuda pública pagada con los impuestos de la ciudadanía se transforma en un mecanismo de recapitalización de la banca privada, socializando las pérdidas y privatizando las ganancias.

La presión de los mercados, ante su necesidad de regenerar rápidamente las tasas de ganancia, implica la puesta en marcha de políticas que suponen un deterioro de las condiciones de vida de los sectores sociales más vulnerables.

La receta de las élites para salir de esta compleja crisis económica ha sido imponer un férreo control al gasto público que se traduce en drásticos recortes en los servicios públicos (sanidad, educación…) y en los sistemas de protección social, así como la aplicación de programas de privatizaciones de sectores estratégicos y rentables para aumentar la liquidez.

La crisis financiera ha caído violentamente sobre la vida cotidiana. La sequía crediticia tardó poco tiempo en afectar a la economía real, generando una recesión que ha disparado las tasas de desempleo, provocado un endeudamiento masivo y mermado la capacidad recaudatoria de los Estados. El hecho de que el sistema financiero ofrezca mayores rentabilidades a los capitalistas que a la economía real ha evidenciando la lógica que sustenta un modelo en el que lo que importa es producir capital para producir más capital. «Lo de menos es si por el camino se resuelven algunas necesidades» (Alba y Fdez. Liria 2010).

La traducción de esta dinámica macroeconómica en nuestra geografía, se materializa en un deterioro importante de las condiciones de vida. Según Caritas, (FOESSA, 2008) el intenso crecimiento vivido en España entre 1995 y 2007 no se había traducido en una distribución más equitativa de la renta, ni en una disminución de la pobreza. El espejismo de la edad dorada del crecimiento económico, basado en la burbuja inmobiliaria de 1994 a 2007, coincide con el descenso de los salarios una media de un 15%. Un descenso del poder adquisitivo suplido con la financiarización de las economías domésticas.

La sociedad supuestamente beneficiada de este crecimiento a través de los créditos fáciles alimentaba la ilusión de sentirse inversionista. La gente se endeudaba mientras creía que invertía, cuando en realidad únicamente un minoría, que ha salido reforzada de esta crisis, invertía.

En 2012, en su Informe sobre exclusión y desarrollo social (FOESSA, 2012), Caritas daba cuenta de la profundización de las desigualdades. España es el país de la Unión Europea en el que más han aumentado las diferencias entre ricos y pobres en el periodo que va de 2006 a 2010. Un 22% de los hogares está por debajo del umbral de pobreza. En uno de cada diez hogares, ningún miembro de la familia tiene un contrato laboral, y la renta media de la población ha sufrido una reducción cercana al 9 por ciento, si se tiene en cuenta la evolución de los precios entre 2007 y 2010.

Se está sacrificando, en apenas unos meses, una buena parte de las conquistas sociales que ha costado siglos construir. La excusa de crear empleo sirve de coartada para aplicar reformas laborales que debilitan la negociación colectiva y provocan que cada cual deba negociar individualmente con la persona que le emplea. Se esgrimen criterios de austeridad y se culpabiliza a una sociedad “que vivió por encima de sus posibilidades”, aprovechando para recortar la ya insuficiente Ley de Dependencia, subir las tasas universitarias a la vez que se deteriora la calidad de la educación pública, disminuir las prestaciones sanitarias, excluyendo de las mismas a grupos sociales como jóvenes sin empleo y migrantes.

Estos recortes sociales activan mecanismos individualistas de supervivencia que quiebran la cohesión social y alientan la “lucha entre pobres”: personas precarias o paradas perciben como privilegiadas a aquellas que todavía tienen un contrato decente y un salario digno, los nativos culpabilizan a la presencia de extranjeros de su situación en una competencia por los recursos sociales cada vez más escasos…

La prioridad en el pago de los acreedores de la deuda pública, convertido en mandato constitucional, significa que la partida presupuestaria más grande para 2013 vaya destinada a amortizar los intereses de la deuda y no a satisfacer las crecientes necesidades sociales. Un problema que agrava el histórico déficit de inversión social en el gasto público, facilitando el desmantelamiento de un Estado del Bienestar, infradesarrollado en relación con los estándares europeos.

Las perspectivas ante el previsible rescate total de la economía no son demasiado optimistas, ya que como dijo el asesor económico al gobierno alemán, Peter Bofinger, en su comentario sobre la aprobación de 100.000 millones de euros para el rescate a la banca española “esta ayuda no es a estos países en problemas (como España) sino a nuestros propios bancos que poseen una gran cantidad de deuda privada en estos países”. La gestión que se está haciendo de la crisis proyecta escenarios inciertos para el futuro donde nada parece inmutable: la ruptura del proyecto europeo, la expulsión de países periféricos del euro, la activación de nacionalismos económicos, contextos de colapso socioeconómico…

Lamentablemente, la crisis no está siendo percibida como una oportunidad para replantearse la insostenibilidad social y ambiental del modelo, sino como una ocasión para profundizar el distanciamiento de los mercados de una economía productiva, agravando la desconexión de las necesidades reales de la sociedad y de las posibilidades de reproducción de los ecosistemas.

La crisis financiera muestra la vulnerabilidad de un sistema que se autopresenta como infalible y ante el que se afirma que no hay alternativa. Las sociedades supuestamente democráticas están recibiendo una serie de golpes tan rápidos, que las personas se aturden y no son capaces de calibrar el alcance de lo que está sucediendo. Ante esta pérdida del relato, de la mínima racionalidad con que comprendemos lo que pasa, el capitalismo se aprovecha para tratar de quebrar todo aquello que le pone algún tipo de freno, incluida la capacidad de construir una explicación y un proyecto alternativo.

Estamos viviendo la aplicación de lo que Naomi Klein denominaba hace unos años la Doctrina del Shock. Una sucesión acelerada de reformas antisociales que se aprueban aprovechando la conmoción, el desconcierto y el miedo que provoca la crisis. Una aplicación que hasta ese momento sólo habíamos visto a través de las pantallas en otros países, pensando que eso nunca se iba a producir en medio de la civilizada Europa.

Una crisis del sistema democrático

La crisis financiera está abriendo sin condescendencia las cada vez más profundas contradicciones entre capitalismo y gobierno democrático de las sociedades, entre las dinámicas económicas de expansión constante frente a la existencia de límites físicos en el planeta. Como afirma Jorge Riechmann (2012):

 Entre 1990-2005, el capitalismo quiso hacer ver que era compatible con la sustentabilidad. Pero ninguna de las dos compatibilidades existe. Y en la salida de la crisis que comenzó en 2007 han caído todas las máscaras.

La peligrosa erosión de la democracia, reducida a un mero procedimiento formal donde las elecciones son la única fuente de legitimación, es otra de las dimensiones de esta crisis. Un deterioro de la calidad democrática avalado por el incumplimiento sistemático de los programas electorales, la proliferación de redes de corrupción política, la confusión entre interés público y privado al generalizarse “las puertas giratorias” que trasvasan políticos de la empresa privada a los gobiernos y viceversa (ministras de economía que acaban en las grandes empresas eléctricas, empresarios de de armamento en el Ministerio de defensa o banqueros de Goldman Sachs en el Ministerio de Economía…), la inexistencia de una transparencia en la rendición de cuentas. Fenómenos a los que se añade una ausencia radical de procesos de participación significativos en asuntos fundamentales como la gestión de la crisis financiera o la reforma de la constitución (referendos, consultas…).

En países como Grecia o Italia los mercados han llegado a destituir gobiernos formalmente elegidos para sustituirlos por gobiernos tecnócratas de individuos vinculados al banco especulativo Goldman Sachs, sin ni siquiera participar en la parte más ceremonial de la democracia. La credibilidad de la clase política toca fondo y se ha convertido, según el Barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas, en el primer problema para la ciudadanía después del paro y la crisis económica. Un problema que pretende resolverse con un comité de expertos del Centro de Estudios Constitucionales que asesore a los grupos políticos.

La incertidumbre sobre el futuro también se da en el plano político, donde podemos asistir a inéditos procesos de movilización social que apuntan hacia una democracia de alta intensidad, o por el contrario profundizar las derivas autoritarias que tomaron los últimos gobiernos. La universalidad de la ciudadanía y la solidaridad en la que se inspira empezó a cuartearse visiblemente con la premonitoria Directiva de la Vergüenza, que permitía recluir en cárceles a las personas migrantes que no tuvieran papeles; posteriormente hemos visto aterrados cómo se deja sin atención sanitaria a estas 150.000 personas o como se pretende que aquellos jóvenes de más de 26 años que no hayan cotizado tampoco tengan derecho a la sanidad pública. Otro rasgo preocupante es la gobernabilidad que se esboza ante el creciente ciclo de protestas, ya que se avanza en la modificación del Código Penal, de modo que la resistencia pacífica, la huelga o la protesta se conviertan en delito.

La crisis económica está acentuando una larvada crisis de representación política, de desafección con el sistema de partidos que va mucho más allá de denunciar imperfecciones como la falta de proporcionalidad del sistema electoral o la inexistencia de canales efectivos de participación social.

Los políticos nos representarían en la medida en que “transportan” nuestros valores, nuestras demandas, nuestros intereses. Y, por otro lado, tendríamos lo que podríamos denominar como representación-fotografía, que se basaría en la capacidad de los representantes de encarnar lo más cercanamente posible al conjunto de los que pretenden representar. En ese sentido, la representación se basa en el parecido, en la capacidad de los políticos de parecerse a nosotros, a los que concretamente les votamos, en formas de vida, en maneras de pensar, en el tipo de problemas que nos preocupan. Las elecciones cubrirían ese doble objetivo de delegación y de parecido, y el grado de confianza que tendrían los políticos derivaría del grado en que se logre cubrir esas expectativas (Subirats, 2012).

Reconstruir el vínculo entre las instituciones representativas y la ciudadanía requiere de creatividad, imaginación política y participación. Democratizar la democracia requiere de la capacidad de compatibilizar la democracia representativa con la participativa, inaugurando un proceso de democratización simultánea de las tres principales esferas: mercado, Estado y sociedad civil.

Las experiencias de democracias participativas se definen por

contribuir a construir otro modelo social abriendo espacios de autoorganización y, al mismo tiempo, estableciendo mecanismos de defensa de los derechos universales. Combinar y mediar entre la reivindicación y la autoorganización, estableciendo vínculos entre lo particular y lo universal, entre lo local y lo global, entre lo informal y lo formal; y realizando una oportuna articulación entre estas dimensiones. (Alguacil, 2000:192).

Son ambiciosas aspiraciones que encuentran fuertes bloqueos institucionales, aunque en la historia reciente no ha habido un contexto más proclive que el actual momento de reencantamiento de la sociedad civil con la política. Una dinámica que va de la mano del revulsivo de regeneración democrática que han supuesto movimientos emergentes como, por ejemplo, el 15M.

La silenciada crisis ambiental

En el plano ecológico, podría decirse que también se ha dado un golpe de estado en la Biosfera. Los ecosistemas han sido condenados a trabajos forzados al servicio, no del mantenimiento de la vida, sino de la acumulación.

Nos encontramos en primer lugar con la crisis energética. Incluso instituciones perfectamente alineadas con el sistema como la Agencia Internacional de la Energía (AIE), reconoce que en 2006 se alcanzó lo que se denomina el pico del petróleo convencional, ese momento en el que por cada barril de petróleo que se extrae, no se encuentran reservas que le sustituyan. A partir de ese momento cada año se ha venido extrayendo un 6% menos que el año anterior. ¿Qué implicaciones tiene que se esté agotando el petróleo en un mundo que podría decirse que “come” petróleo? Obviamente las consecuencias son de una dimensión enorme.

Los países denominados enriquecidos han perdido su soberanía energética. Son absolutamente dependientes de las materias primas que vienen de terceros países. Si se pusieran fronteras a las materias primas del mismo modo que se le ponen a las personas migrantes, nos encontraríamos con que las economías ricas no aguantarían mucho tiempo, porque aquello de lo que nos alimentamos, lo que sostiene nuestro sistema de distribución de bienes y servicios, las canalizaciones de suministros básicos, lo que nos viste, lo que nos mueve, depende del petróleo y viene de fuera.

Pensemos, por ejemplo, en una ciudad como Madrid, donde no se produce absolutamente nada que sirva para estar vivo, donde todo lo que necesitamos entra en la ciudad en camiones o a través de canales variados. Las personas recorren cada día decenas de kilómetros para ir a trabajar, a cuidar a sus familiares, o hacer la compra. Hay personas, incluso, que van y vienen todos los días desde Toledo, Cuenca o Valladolid… El sistema de movilidad es una absoluta locura que funciona sólo porque existe energía fósil barata.

Ante esta hecatombe, resurge el sueño nuclear. Aparte del potencial riesgo de las instalaciones de producción de energía nuclear y los residuos que se generan y continúan siendo peligrosos varios miles de años después, existe otro problema estructural. La energía nuclear depende del uranio, otro recurso no renovable. El pico del uranio está calculado para dentro 50-60 años, aunque algunos sectores más optimistas hablan de la existencia de reservas para 200 años, en ambos casos al ritmo de consumo actual. Huelga decir que si actualmente la producción de energía nuclear satisface aproximadamente el 2% del consumo energético, aumentar hasta un inimaginable 20% supondría en el caso de la previsión más optimista el colapso por inanición de combustible de las centrales nucleares en 20 años. Eso sí, después de haber dejado el planeta lleno de centrales peligrosas y de residuos que deberían ser gestionados los próximos milenios.

¿Qué nos queda entonces? Nos quedan las energías renovables y limpias.

Las renovables pueden dar satisfacción a las necesidades humanas, pero no con los niveles de consumo que tenemos hoy, y menos en el marco de sociedades que pretendan seguir creciendo. Da para mantener niveles de vida dignos, pero mucho más austeros en lo material.

Es decir, que tenemos un problema bastante grave estructural y los gobiernos de momento parece que no tienen ningún plan B. Y lo único que sugieren es una huida hacia delante.

Un segundo problema ecológico central es el Cambio Climático, que ha desaparecido de las agendas políticas y mediáticas. La subida rápida de la temperatura media del planeta influye en los ciclos de vida de muchos animales y plantas que, sin tiempo para la readaptación, serán incapaces de alimentarse o de reproducirse. También supone la reaparición de enfermedades ya erradicadas de determinadas latitudes. Implica sequías y lluvias torrenciales que dificultan gravemente la supervivencia de las poblaciones que practican la agricultura y ganadería de subsistencia. El deshielo de los polos derivará en la inundación progresiva de las costas y la pérdida de hábitat de sus pobladores. La reducción de las poblaciones de determinadas especies animales y vegetales repercute en la supervivencia de otras especies dependientes de estas, y la cadena de interdependencias arrastra a todo su ecosistema. Estos cambios dificultan la producción de alimentos para los seres humanos.

De no reducir de una forma significativa las emisiones de gases de efecto invernadero la situación puede ser dramática. Una reducción significativa de emisiones en los países más ricos, que son los que más emiten y mayor responsabilidad histórica tienen, significa un cambio importante en los modos de producción, las tasas de ganancia, el consumo, el comercio y la movilidad en estos países.

El panorama de deterioro global se completa si añadimos el vertido de miles de nuevos productos químicos al entorno que interfieren con los intercambios químicos que regulan los sistemas vivos, la liberación de organismos genéticamente modificados cuyos efectos nocivos cada vez están más documentados o la experimentación en biotecnología y nanotecnología cuyas consecuencias se desconocen.

Además, la crisis ecológica también tiene su expresión en el ámbito social. El sistema económico basado en el crecimiento continuado se ha mostrado incapaz de satisfacer las necesidades vitales de la mayoría de la población. Hasta el presente los sectores sociales con más poder y más favorecidos han podido superar los límites de sus propios territorios recurriendo a la importación de biodiversidad y “servicios ambientales” de otras zonas del mundo poco degradadas y con abundancia de recursos.

Un planeta Tierra con sus límites sobrepasados

Según el Informe Planeta Vivo (WWF, 2010), se calcula que a cada persona le corresponden alrededor 1.8 hectáreas globales de terrenos productivos por persona. Pues bien, la media de consumo mundial supera las 2.2 ha y este consumo no es homogéneo. Mientras que en muchos países del Sur no se llega a las 0,9 ha, la ciudadanía de Estados Unidos consume en promedio 8,2 ha per capita, la canadiense 6,5, y la española unas 5,5 ha.

Si toda la población del planeta utilizase los recursos naturales y los sumideros de residuos como la media de una persona española, harían falta más de tres planetas para poder sostener ese estilo de vida. Es la tónica de cualquier país desarrollado y pone de manifiesto la inviabilidad física de extender este modelo a todo el mundo.

Los impactos físicos y sociales de esta desigualdad han conducido a acuñar el concepto de deuda ecológica (Martínez Alier, 2004), para reflejar la desigual apropiación de recursos naturales, territorio y sumideros por parte de los países enriquecidos. Estos países habrían contraído una deuda física con los países empobrecidos al superar las capacidades de sus propios territorios y utilizar el resto del mundo como mina y vertedero.

Dependemos de la naturaleza. Somos parte de la naturaleza. Respiramos, nos alimentamos, excretamos y somos en la naturaleza. Sin embargo, las sociedades occidentales son prácticamente las únicas que establecen una ruptura radical entre naturaleza y cultura; son las únicas que elevan una pared entre las personas y el resto del mundo vivo.

Comprender la cultura y la naturaleza en términos de opuestos impide comprender que destruir o alterar de forma significativa la dinámica que regula lo vivo, pone en riesgo la vida humana.

La dependencia ecológica nos sume de lleno en el problema de los límites. Vivimos en un mundo que tiene límites ecológicos. Aquello que es no renovable tiene su límite en la cantidad disponible, ya sean los minerales o la energía fósil. Pero incluso aquello renovable también tiene límites ligados a la velocidad de regeneración. El ciclo del agua, por ejemplo, no se regenera a la velocidad que precisaría un metabolismo urbano-agro-industrial enloquecido. Se renueva a la velocidad que los miles de millones de años de evolución natural han determinado. Tampoco la fertilidad de un suelo se regenera a la velocidad que quiere el capitalismo global; se regenera al ritmo marcado por los ciclos de la naturaleza.

En estos momentos el metabolismo económico ha superado totalmente los límites del planeta. Hoy, ya no nos sostenemos globalmente sobre la riqueza que la naturaleza es capaz de regenerar, sino que directamente se están menoscabando los bienes fondo que permiten esa regeneración. Lo más utópico es pensar que este modelo socioeconómico puede continuar en el tiempo.

Estas reflexiones son las que durante años han acompañado la intensa actividad de pedagogía social del movimiento ecologista, logrando tras décadas de investigación y activismo que el discurso sobre la sostenibilidad y los límites ecológicos fuera permeando en la sociedad. El estallido de la crisis financiera ha supuesto una desaparición de las reflexiones y planteamientos medioambientales de la esfera pública, tras algún tiempo en que cuestiones como el cambio climático parecían haberse asentado como una prioridad en la agenda global.

Una ausencia activamente construida que conviene analizar en profundidad, pues la crisis más allá de las mejoras puntuales en algunos indicadores biofísicos a nivel local, debido a la disminución de la presión en el consumo de energía y recursos a causa de la crisis económica, no ha servido para variar mínimamente la insostenibilidad estructural del modelo productivo. Muy al contrario la centralidad de la economía está sirviendo para modificar la arquitectura institucional y legislativa preexistente en materia ambiental.

La desaparición del Ministerio de Medio Ambiente y su disolución en un megaministerio (agricultura, pesca…) es una declaración de intenciones, la evolución de las dotaciones presupuestarias y sus principales destinos (papel de la educación ambiental o proyectos transformadores…), el adelgazamiento del Observatorio de la Sostenibilidad en España OSE que periódicamente diagnosticaba el estado del medio ambiente y sus interacciones con los sistemas humanos, la desregulación de la legislación ambiental como acompañamiento de los paquetes de medidas económicas anticrisis, el apoyo a los megaproyectos con mayor impacto ambiental y que profundizan en un modelo productivo basado en el ladrillo y el turismo como Eurovegas…

Una crisis de reproducción social

Debemos volver a las preguntas básicas. ¿Quiénes somos? ¿Qué sostiene nuestra vida? ¿Qué necesitamos? ¿Cómo podemos producirlo para todos y todas? ¿Cómo nos organizamos?

Si nos preguntamos de qué depende la vida humana, nos encontramos de inmediato con que somos seres profundamente interdependientes. Desde el nacimiento hasta la muerte las personas dependemos materialmente de tiempo que otras nos dedican. Somos seres encarnados en cuerpos vulnerables que se enferman y envejecen y la supervivencia en soledad es sencillamente imposible. Dice Santiago Alba en El naufragio del hombre, que hasta para amarse a sí mismas las personas necesitan hacerlos a través de una instancia colectiva, de una comunidad social, política y cultural elaborada mediante una acción compartida.

En términos de vida humana, los límites los marca nuestro cuerpo, contingente y finito. El sistema capitalista vive de espaldas a este hecho y considera el cuerpo como una mercancía más. “Siempre tiene que estar nuevo y flamante” (Alba, 2010). Y si no se asume la vulnerabilidad de la carne y la contingencia de la vida humana, mucho menos se reconocen aquellos trabajos que se ocupan de atender a los cuerpos vulnerables, realizados mayoritariamente por mujeres. No porque estén mejor dotadas genéticamente para hacerlos, sino por el rol que les impone en patriarcado en la división sexual del trabajo.

El sistema capitalista vive de espaldas a ambos tipos de dependencias e ignora los límites o constricciones que éstas imponen a las sociedades. Operan como si la economía flotase por encima de los cuerpos y los territorios sin depender de ellos y sin que sus límites le afecten. La economía feminista señala que existe una honda contradicción entre la reproducción natural y social y el proceso de acumulación de capital (Piccio, 1992).

Compatibilizar la reproducción social y el mantenimiento de la vida con la acumulación creciente ha sido difícil siempre, el movimiento obrero, el ecologismo y el feminismo pueden dar testimonio de ello. Pero cuando hablamos de un planeta parcialmente devastado y de una cantidad creciente de personas que son residuos para el sistema, es ya imposible. Ambas prioridades no pueden convivir a la vez. Si los mercados no tienen como principal objetivo satisfacer las necesidades humanas, no tiene sentido que se conviertan en el centro privilegiado de la organización social.

Del mismo modo que los materiales de la corteza terrestre son limitados y que la capacidad de los sumideros para absorber residuos no es infinita, los tiempos de las personas para trabajar tampoco lo son. Si la ignorancia de los límites biofísicos del planeta ha conducido a la profunda crisis ecológica que afrontamos, la ignorancia de la interdependencia a la que hacíamos referencia al comienzo de este texto y los cambios en la organización de los tiempos que aseguraban la atención a las necesidades humanas y la reproducción social, también ha provocado lo que se ha denominado “crisis de los cuidados”.

Por crisis de los cuidados entendemos

el proceso de desestabilización de un modelo previo de reparto de responsabilidades sobre los cuidados y la sostenibilidad de la vida, que conlleva una redistribución de las mismas y una reorganización de los trabajos de cuidados (Pérez Orozco, 2007: 3 y 4)

En primer lugar destaca el acceso de las mujeres al empleo remunerado dentro de un sistema patriarcal. La posibilidad de que las mujeres sean sujetos políticos de derecho se percibe como algo vinculado a la consecución de independencia económica a través del empleo. Sin embargo, el trabajo doméstico no es un trabajo que pueda dejar de hacerse y el paso de las mujeres al mundo público del empleo no se ha visto acompañado por una asunción equitativa del trabajo doméstico por parte de los varones.

Dado que es un trabajo del que depende el bienestar de muchas personas y que no puede dejar de hacerse, y que la mayor parte de los hombres no se responsabilizan de él, mayoritariamente las mujeres acaban asumiendo dobles o triples jornadas y ajustando las tensiones de un sistema económico que se aprovecha de ese trabajo, pero que no lo reconoce.

El envejecimiento de la población, las transformaciones urbanísticas y el crecimiento desbocado de las ciudades; la precariedad laboral que obliga a plegarse a los ritmos y horarios que impone la empresa y la pérdida de redes sociales y vecinales de apoyo, ha agravado las tensiones entre el mundo público de los mercados y el mundo privado de los hogares cara a gestionar el bienestar cotidiano y a resolver los problemas de reproducción social.

Los recortes sociales que estamos viviendo agravan enormemente esa situación. Cuando el gobierno decide recortar en sanidad, congelar las dotaciones de la ley de dependencia, recortar los salario, favorecer el despido, permitir los desahucios…. ¿Dónde recaen las consecuencias de esos recortes. Aquello que los servicios públicos dejan de cubrir y que corresponde a necesidades vitales, de vivienda, de cuidados, de salud, etc., cae de lleno en los hogares. En las familias patriarcales son las mujeres quienes asumen mayoritariamente las tensiones y una buena parte de los recortes que se están produciendo en estos momentos. No es casualidad que cuando lo que ha aumentado fundamentalmente, sobre todo al principio de estallido de la crisis, es el paro masculino, las encuestas de uso del tiempo muestren que con los maridos en casa, el tiempo de trabajo doméstico de las mujeres aumenta. Los hombres se quedan parados pero no asumen el trabajo del hogar y son ellas las que cargan con la mayor parte de las tensiones que provoca la precariedad vital.

Algunas claves para orientar bien el camino

Decrecer en la esfera material no es una opción

Reducir el tamaño de la esfera económica no es una opción que podamos o no aceptar. El declive energético y de los minerales, el cambio climático y los desórdenes en los ciclos naturales, lo impone.

Lo que está en juego es si esa inevitable reducción se produce favoreciendo que una cantidad cada vez menor de personas mantengan sus niveles de sobreconsumo y sus estilos de vida, mientras que sectores cada vez más grandes de la población queden fuera.

Los recursos escasos y los procesos especulativos sobre estos recursos hacen negocio de la exclusión material de cantidades cada vez más grandes de personas. El declive material del metabolismo económico global favorece los procesos que pretenden de forma explícita o implícita “seleccionar” a través de los mercados y la guerra quién accede a los recursos.

Cuando el discurso sobre la escasez de recursos explicita que sobra gente es fácil identificar el ecofascismo y rechazarlo, pero cuando se insiste en perpetuar el modelo de crecimiento económico sin tener en cuenta que ya se ha superado con mucho la capacidad de los propios territorios, lo que se hace es consolidar la práctica de la apropiación del “espacio vital” de otros pueblos. Por ello, es importante insistir en que las economías que no comprendan los límites físicos y los asuman, aún sin quererlo devienen en ecofascistas.

La otra opción es la de ajustarse a los límites del planeta a partir de un proceso de reducción controlada en el uso de materiales y energía e impulsada por criterios de justicia y de equidad. Y ahí es donde se juega el futuro, no en si vamos a reducir o no la esfera material, sino en si conseguimos que esa reducción se haga o no por una vía justa y democrática.

En este sentido, algunas propuestas de corte neokeynesiano que buscan revitalizar la economía productiva corren el riesgo de no ser viables por falta de recursos materiales o, a pesar de su buena intención, seguir profundizando en un modelo que no se puede sostener desde el punto de vista material.

Es imprescindible contar sólo con lo que tenemos. Por ello, es de crucial importancia la reconversión del modelo productivo con criterios ecológicos. Por puro sentido común.

Aprender a desarrollar una buena vida con menos extracción y menos residuos es una de las claves para salir del atolladero, de forma que la buena vida sea universalizable a todas las personas. Romper el “sagrado” vínculo entre calidad de vida y consumo es una premisa inaplazable. En este camino, tal y como dice Jorge Riechmann (2009) : ”no tenemos valores garantizados metafísicamente pero tenemos la convivencia humana, la belleza, el erotismo, los placeres de lo cotidiano, el acompañarnos ante la enfermedad y la muerte”. Una enormidad de bienes relacionales y placeres que podemos hacer crecer hasta que nuestro cuerpo aguante.

Distribución y reparto de la riqueza

El reparto de la riqueza es nodal. Si tenemos un planeta con recursos limitados que además están parcialmente degradados y son decrecientes, la única posibilidad de justicia es la distribución de la riqueza. Luchar contra la pobreza es lo mismo que luchar contra el acaparamiento de riqueza.

En este sentido existen muchas propuestas elaboradas por diferentes sectores de la economía crítica: propuestas encaminadas a imposibilitar la acumulación y la especulación; propuestas de establecimiento de una fiscalidad progresiva y verde; la posibilidad de explorar la Renta Básica; el establecimiento de rentas máximas, etc.

Es también urgente abordar un debate complejo como es el de la propiedad. No tanto el de la propiedad ligada al uso, sino sobre todo el de la propiedad ligada a la acumulación.

La producción, una categoría ligada al mantenimiento de la vida

Cara a construir una economía centrada en la vida, que desbanque a los mercados como organizadores de los espacios y los tiempos de la gente, es fundamental deconstruir algunos conceptos que, al no ser sometidos a la crítica, sostienen la puntita del iceberg capitalista.

La producción tiene que pasar a ser una categoría ligada a la vida y su conservación y no, como ahora sucede tantas veces, a su destrucción.

En la economía convencional, la producción se mide en dinero. No importa la naturaleza de la actividad que sostenga esa producción, ni qué necesidades satisfaga. Lo que importa es el beneficio económico que produce.

Para reconvertir el modelo económico en un marco de fuertes limitaciones físicas, es fundamental pensar en qué necesidades tienen que satisfacer todas las personas. Y serán producciones socialmente necesarias aquellas que satisfagan necesidades humanas sin destruir las condiciones materiales que permiten que precisamente puedan satisfacerse.

Superar la dicotomía producción-reproducción es importante. Si la economía se define como el proceso a través del cual se obtienen bienes o servicios que permiten la reproducción social, será la reproducción social, que es la finalidad, lo que hay que poner en el centro. ¿Y cómo vamos a hacerlo si el ámbito en el que se da la reproducción social, los hogares es invisible?

Una producción lenta, solar, cíclica y cercana

Una producción compatible con los equilibrios de la biosfera requiere establecer una nueva relación con el tiempo ( Riechmann, 2002), reconstruyendo las sociedades, la tecnología y las industrias de modo que tengan en cuenta el largo plazo, se acomoden de manera armónica a los ciclos temporales de la biosfera y a los tiempos necesarios para la reproducción social y natural. Éste es acaso el desafío mayor al que hacemos frente en nuestro tiempo, la incorporación de una cultura ecológica de la lentitud frente a la cultura capitalista de la rapidez.

El motor que mueve todo lo vivo es la energía del sol. Por ello, una sociedad sostenible es aquella que vive del sol en cualquiera de sus manifestaciones (energía solar, eólica, hidráulica, etc.)

La sostenibilidad se construye mediante modelos de cercanía, en los que el transporte sea mínimo y los productos y recursos que se utilicen sean cercanos. Una economía basada en lo próximo hace que las sociedades sean menos vulnerables y que tengan un mayor control e independencia de las decisiones que se toman en centro de poder lejanos.

Además, es preciso tener en cuenta que la vida natural se articula en ciclos y no en procesos lineales. La propia historia de los ecosistemas es un ciclo y no una línea progresiva como la que pretende explicar la historia de la humanidad. El reciclaje, entendido como la reincorporación a los ciclos naturales de los materiales de los residuos generados, es básico para poder mantener los stocks naturales y regenerar la biosfera.

Repensar el trabajo

Pensar en las necesidades a cubrir y en las producciones socialmente necesarias nos lleva a pensar directamente en los trabajos socialmente necesarios.

Existen sectores que claramente deben crecer (rehabilitación energética de la edificación, agroecología, los vinculados a los circuitos cortos de comercialización, transporte públicos, servicios sociocomunitarios relacionados con los cuidados, energías renovables, educación y sanidad, etc.) Sin embargo hay otros que deben disminuir o desaparecer porque generan producciones dañinas. Las transiciones justas que protejan a las personas que trabajan en esos sectores deben ser apoyadas colectivamente y ser objeto de prioridad política, pero no se puede seguir ahondando la crisis estructural. Cuanto más se profundice este modelo, más difícil será salir de él.

En estos momentos es importante reforzar la lucha para que no se continúe perdiendo masa salarial, pero a la vez es necesario abrir un debate sobre las diferencias salariales en función de los tipos de trabajo. Algunas propuestas de cooperativas de trueque de servicios han avanzado interesantes reflexiones sobre los diferentes valores que la economía otorga a los trabajos remunerados y ofrecen vías para darle la vuelta a ese criterio de valoración que con frecuencia no tiene nada que ver con la necesidad social del servicio que se presta. Sólo eso explica que las personas que cuidan, por ejemplo mayores, tengan los salarios más bajos y las condiciones más precarias de nuestras sociedades. Es enormemente injusto que sea legal que a una empleada doméstica interna, con el salario mínimo interprofesional se le pueda detraer hasta un 30% en concepto de alojamiento y manutención, mientras que a un ejecutivo de cualquier empresa, si le mandan tres días fuera de casa se le paguen las dietas y el viaje. Es la muestra de que incluso dentro de lo legal, hay personas que no son sujetos de derecho. El reparto del empleo es un tema a recuperar y, junto a su distribución, habrá que pensar también en los trabajos no remunerados imprescindibles para la vida. No deja de ser paradójico que cuanta más gente queda sin empleo, más aumenta la masa de trabajo neto que se realiza dentro de los hogares con unas constricciones cada vez más grandes.

La democracia y la construcción de poder colectivo

Si estructurásemos las propuestas que se han venido realizando desde medios académicos, políticos, de los diferentes movimientos sociales y diversos sectores de pensamiento crítico y si trabajásemos sobre ellas y limásemos las incoherencias que puedan plantear, tendríamos con toda seguridad un programa extenso para caminar.

Puede que las propuestas no estén bien articuladas, que no compongan un relato coherente… eso está por llegar. Pero desde luego, no se puede decir que no haya alternativa.

El gran problema es el enorme salto que hay entre la dureza del ajuste y la capacidad para hacerle frente. El aparato neoliberal aprovecha para demoler los cimientos de cualquier estado de derecho porque piensa que es ahora cuando puede hacerlo.

La magnitud de la crisis global que afrontamos nos lleva a la idea de establecer como propone Santos un nuevo contrato social (Santos, B.S., 2005) que involucre a hombres y mujeres como parte de la naturaleza y seres interdependientes. Esta nueva visión permitirá establecer alternativas, retomar senderos que perdimos y explorar nuevos caminos que permitan vivir en armonía social y en paz con el planeta.

El reto es el cambio de valores e imaginario y la transformación de las prácticas humanas. La educación juega un importante papel en este proceso de cambio. Puede ser parte del problema o de las soluciones.

Una educación que contribuya a perpetuar el sistema establecido y a consolidar la reproducción de un mundo injusto, más bien se convierte en parte del problema.

Una educación que quiera formar parte de las soluciones deberá afrontar los retos que suponen educar en estos tiempos convulsos, asumiendo el profundo calado de los cambios culturales y sociales que se deben impulsar, así como la urgencia de virar el rumbo.

Tal y como señala Novo (2006: 251), la educación del siglo XXI debe superar grandes dificultades en un contexto complejo y difícil:

Construir los nuevos marcos éticos, conceptuales y culturales que el cambio plantea no es fácil. Exige, por de pronto, la existencia de personas y grupos con sabiduría suficiente como para poner en marcha soluciones inéditas, nuevas formas de relación con la naturaleza; por otro, hay que contar con unas condiciones sociales que hagan posible la rápida difusión de estos planteamientos para hacerlos calar en los imaginarios colectivos.

Ése es el enorme reto.

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Bibliografía

Alba, S, y Fernández Liria, C. (2010) El naufragio del hombre Editorial Hiru

Alguacil, J., Calidad de vida y praxis urbana, Editorial Siglo XXI

FOESSA (2008) VI Informe FOESSA sobre exclusión y desarrollo social en España; Fecha descarga 4-1-2013

FOESSA (2012) Exclusión y desarrollo social. Análisis y perspectivas 2012; Fecha descarga 4-1-2013

Martínez Alier, J. (2004) El ecologismo de los pobres. Editorial Icaria

Navarro, V., Torres, J. y Garzón, A. (2011) Hay alternativas. Propuestas para crear empleo y bienestar en España. Editorial Seguitur

Novo, M. (2006) El desarrollo sostenible. Su dimensión ambiental y educativa. Pearson Prentice Hall

Pérez, A. (2006). Perspectivas feministas en torno a la economía: el caso de los cuidados. Consejo Económico y Social, Colección Estudios, 190.

Piccio (1992) Social Reproduction: the political economy of Labour. Market Cambridge University Press

Riechmann, J. (2012) El socialismo puede llegar sólo en bicicleta. Libros de La Catarata

Riechmann J. (2009) La habitación de Pascal, Ediciones La Catarata

Riechmann, J. (2002) Gente que no quiere viajar a Marte. Los Libros de la Catarata

Santos, B.S.(2005) El milenio huérfano. Editorial Trotta

Subirats, j. (2012) Otra sociedad. ¿Otras política? Del “no nos representan” a la democracia de lo común. Editorial Icaria

WWF (2010) Informe Planeta Vivo    Fecha descarga: 4-1-2013[/box]