[box]Este texto ha sido elaborado por Rafael Feito Alonso, Doctor y Profesor de Sociología en la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense de Madrid, por encargo de la Dirección de FUHEM, para contribuir a promover el debate en torno a los distintos aspectos englobados en el Libro Blanco de la Educación en FUHEM. Ir a los comentarios[/box] La escuela que conocemos hoy en día nace al calor de la revolución industrial y la consiguiente necesidad de una institución que asumiera la doble función de formar trabajadores –labor que acometían las familias- y moralizar a la población –tarea de la que se encargaban la iglesia y toda una legión de predicadores ambulantes-. Se trata de incorporar, de grado o por la fuerza, al grueso de la población al mundo de la producción industrial, el cual separa radicalmente el ámbito familiar del laboral. Hasta entonces el campesino aprendía su trabajo conviviendo con sus familiares y el artesano lo hacía en otra familia. De la formación de los funcionarios del Estado –desde burócratas a militares- y del clero se encargaban unas universidades muy distintas de las actuales.
Todo este panorama cambia radicalmente cuando hay que incorporar al nuevo escenario productivo de las fábricas a gentes habituadas a trabajar al aire libre siguiendo la secuencia natural de los ciclos del día y de la noche y de las cuatro estaciones anuales. La escuela anticipa el mundo de disciplina, de horarios, de atención, de control, de encierro en un espacio físico al que casi todo el mundo está destinado.
Es una escuela construida a imagen y semejanza de la clase ascendente, de la burguesía (propietarios o altos profesionales, varones y de raza blanca), cuyos valores de frugalidad, individualismo posesivo y de posposición de las gratificaciones permean el espíritu de la institución escolar. Para el resto de la sociedad –clases trabajadoras, mujeres, minorías étnicas- la escuela no iba más allá de la alfabetización básica o su posible derivación hacia la formación profesional o para el matrimonio burgués. Esto es lo que explica su fuerte carácter segregador y a ello contribuye sobremanera el hecho de que cada nivel educativo es concebido en función del siguiente.
Hoy en día esta circunstancia se aprecia de forma extrema en segundo de bachillerato, curso que, lejos de servir para aprender, se ha convertido en una suerte de academia para aprobar la selectividad. La mayoría de los aprendizajes de la educación obligatoria se conciben desde la óptica del estudiante que presumiblemente va a llegar a la universidad. Solo así se explican tantos conocimientos academicistas y descontextualizados y muy posiblemente poco útiles. El resultado es la segregación. La principal preocupación de la escuela –y esto es muy claro en la secundaria obligatoria- parece ser la de cómo librarse de los alumnos menos académicos. Incluso allí donde este nivel es comprensivo hay mil y una vías para desprenderse de ellos: desde la repetición de curso a la pre-formación profesional pasando por la agrupación de niveles o la diversificación curricular y los inevitables programas de compensación escolar -¿de qué hay que compensar?-. Lo que sea, salvo pensar en el éxito escolar para todos.
Pero, y al mismo tiempo, la escuela es heredera del espíritu de la ilustración, del atrévete a saber, del transcender las fronteras del aquí y del ahora y de aspirar a la universalidad. En este sentido es una institución liberadora que pretende sacar a la gente de su ignorancia y hacerla partícipe de los avances científicos y tecnológicos. Una película como La lengua de las mariposas muestra a la perfección el modo en que un maestro lleva a una pequeña aldea rural conocimientos maravillosos que de otro modo los niños y niñas no alcanzarían jamás.
Las exigencias de la sociedad del conocimiento
Esto es algo que ha cambiado radicalmente en las últimas décadas, en este tipo de sociedad a la que podemos llamar del conocimiento, de la información, de la modernidad tardía, reflexiva o líquida. La mente de los niños y niñas que acceden hoy a la escuela está muy lejos de ser una tabla rasa, si es que alguna vez lo fue. Ahora los menores llegan al colegio con muchos conocimientos, fruto de haberse asomado a muchas pantallas, desde la ya cada vez más obsoleta televisión a Internet, los móviles, los videojuegos, etc. Por otro lado, cada vez más familias son ellas mismas instituciones educadoras, por su nivel educativo y por sus consumos culturales (desde viajes a la posibilidad de aprender idiomas pasando por visitas a unos museos que desde hace unos cuantos años cada vez están más abiertos al público general).
En la sociedad del conocimiento la escuela cobra cada vez más importancia tanto para los individuos como para la sociedad en su conjunto. Hasta hace unas cuantas décadas –más o menos cuando los padres y madres de los actuales alumnos de secundaria eran adolescentes- resultaba factible abandonar el sistema educativo con una credencial inferior a la de secundaria superior (bachillerato o ciclos formativos de grado intermedio) y albergar la posibilidad de acceder a buenos empleos. Se podía entrar de botones en un banco y terminar siendo un oficinista, un informático o un jefe de sucursal (o incluso presidente como en el caso de Alfonso Escámez). Hoy en día, esto es prácticamente imposible. De hecho, carecer del mínimo de una credencial de secundaria superior equivale a una condena a vagar por el infierno de lo peor del mercado laboral o, aún más grave, por la exclusión de este. De modo que, salvo que la familia sea capaz de proporcionar un empleo –caso de, por ejemplo, los propietarios de pequeños negocios o de empresas en general- o un nivel de renta vitalicia suficiente, la inmensa mayoría de los mortales se ve obligada a confiar el pasaporte de su futuro laboral a la escuela.
Los tiempos actuales requieren una ciudadanía informada y participativa ante los innumerables retos sobre los que ha de tener una opinión elaborada. En tanto que ciudadanos somos inquiridos en torno a cuestiones cada vez más complicadas, desde el cambio climático al uso de las células madre. En cualquier contexto laboral o en un vecindario o en una reunión de padres y madres en la escuela nos encontramos con gentes de distintas culturas con los que hemos de aprender a relacionarnos. Nuestros hogares y nuestra vida cotidiana se han visto invadidos por un sinfín de nuevos aparatos que facilitan nuestra existencia pero cuyo uso requiere una cierta predisposición hacia lo nuevo. Nuestra esperanza de vida es cada vez mayor, lo que se traduce en que cada cual se ve forzado a emprender nuevos proyectos vitales al acceder a una jubilación cada vez más prolongada.
Sabemos que la producción científica se duplica cada pocos años, que la mayor parte de los científicos –y seguramente de los literatos y artistas en general- que ha habido a lo largo de toda la historia de la humanidad están vivos y están trabajando en este momento.
El mensaje para la escuela parece claro. Más allá de la alfabetización básica –leer, escribir, sumar, etc.- no se sabe muy bien qué conocimientos hay que impartir o si se deben seguir impartiendo los mismos que hasta ahora. Más bien, la escuela debe suministrar los utillajes analíticos que permitan a la gente salir de la etapa obligatoria con la capacidad de aprender permanentemente. Es un mensaje de humildad y de ensalzamiento para la escuela. Por un lado, la escuela no agota los aprendizajes, pero por otro debe formar personas con capacidad para aprender permanentemente: lectores inquietos, ciudadanos preocupados, madres y padres implicados, trabajadores innovadores y responsables. En definitiva, personas que se reinventan.
Las economías más eficaces son aquellas que además de producir más conocimiento e información son capaces de hacerlos disponibles al mayor número de personas y de empresas. Por eso, ya en 2000 la Unión Europea se propuso el objetivo de conseguir que al menos el 85% de los jóvenes obtuviera como mínimo el título de educación secundaria superior (en nuestro caso bachiller o ciclos formativos de grado medio). La gente tiene que salir de la secundaria preparada como si fuera a ir a la universidad aunque finalmente no vaya allí ya que las destrezas precisas para desenvolverse en la universidad se parecen mucho a las que se requieren para desenvolverse en el mundo del trabajo. Ya no nos vale, si es que alguna vez así fue, con los aprendizajes meramente académicos, abstractos y descontextualizados cuya función era más bien jerarquizar socialmente. Si queremos una educación hasta la secundaria superior que tenga un carácter inclusivo, para todos, son muchas las cosas que hemos de cambiar.
La sociedad del conocimiento supone un conjunto de cambios que afectan muy directamente a la escuela. Citaré los tres que pudieran ser considerados más importantes: la necesidad de aprender a aprender, la eclosión de instituciones educativas y las nuevas tecnologías.
a) Aprender a aprender
Son varias las razones que abonan esta necesidad de aprender a aprender, de aprender permanente. Los países que cosechan mejores resultados en los informes PISA se están apartando de un currículo de contenidos en favor del aprender a aprender. Se trata de alejarse del énfasis sobre hechos y conocimientos y entrelazar el conocimiento, las competencias y el desarrollo de la personalidad. En la sociedad del conocimiento la principal materia prima en los procesos productivos no es ni el carbón ni el acero sino el conocimiento, la capacidad de innovación, de producción de valor añadido. Los empleos y sus contenidos cambian constantemente. De hecho buena parte de los empleos que más crecen en los últimos tiempos no existían hace unos años y lo mismo ocurrirá más adelante. Es decir, no sabemos qué empleos terminarán por ocupar los niños a los que estamos formando hoy. Ya no cabe esperar que con la formación inicial adquirida en la escuela – da igual que se trate de un ciclo formativo o un grado universitario- uno pueda bandearse a lo largo de toda su vida activa. Se calcula que un graduado universitario habrá de dedicar a su formación permanente como mínimo el equivalente a las seis mil horas de trabajo que supone obtener un grado. Sin duda, uno de los indicadores del desarrollo de un país y de su capacidad para no quedarse atrasado es el número de horas que su población activa dedica a la formación permanente. Si a esto añadimos que el conocimiento científico se duplica cada pocos años el aprender a aprender está lejos de ser mera retórica.
No obstante, algunos centros educativos han entendido este mensaje y trabajan por lograr que sus alumnos desarrollen competencias más genéricas y estratégicas, aprendan en colaboración con los otros y sean capaces de valorar los aprendizajes con un sentido más crítico, yendo mucho más allá del conocimiento enciclopédico o la reproducción de contenidos, pero no es menos cierto que los currículos escolares siguen ensalzando en exceso los contenidos y que la propia administración educativa parece estar lejos de entender la importancia del aprendizaje de destrezas relacionadas con la propia competencia para aprender.
b) Más instituciones educativas
Cada vez hay más instituciones que son educativas pese a que su función principal sea otra. El caso más llamativo es el de entidades financieras que cuentan con una o varias fundaciones dedicadas a exposiciones, conferencias, fomento de la investigación, etc. Hoy en día cualquier institución que se precie es a su vez educativa. Pero no solo eso. Cualquier descubrimiento, y siempre y cuando sea posible, se ofrece al conjunto de la sociedad. El caso de Atapuerca es paradigmático. Un proverbio africano dice que se necesita a toda una tribu para educar a un niño y esto es más cierto y deseable que nunca. No puede ser que la escuela actúe de espaldas a su entorno, un entorno cada día más rico no solo por la existencia de museos, exposiciones, instalaciones diversas sino de gente –desde abuelos a personas gustosas de compartir sus conocimientos en lo que hacen- que podrían colaborar en los quehaceres educativos. Experiencias como las de los grupos cooperativos en los que personas ajenas al aula –desde familiares a estudiantes universitarios- colaboran en la docencia cotidiana deberían ser el pan nuestro de cada día.
c) Las nuevas tecnologías
La revolución informática ha llegado a buena parte de los hogares y de los sectores productivos. Por desgracia, la escuela no siempre se cuenta entre ellos. Internet se ha convertido en una enorme e insuperable enciclopedia fácil de consultar y en la que es posible encontrar respuesta para todos los temas que se abordan en la escuela incluyendo vídeos con explicaciones impartidas por profesores rebosantes de didactismo. Las pizarras digitales o la simple proyección sobre una pantalla de contenidos desde un ordenador abre infinitas posibilidades para una enseñanza más eficaz y más apasionante. Ya no haría falta tener que escribir un cuadro entero de datos en la pizarra o tener la habilidad artística de dibujar una circunferencia en el encerado, los datos se pueden actualizar constantemente, muchas dudas se pueden disipar en cuestión de segundos, etc. Para los profesores y profesoras que trabajan en contextos en los que se ha apostado por la presencia masiva de las tecnologías esta evidencia no constituye ya ninguna novedad: cada día experimentan en sus aulas nuevas posibilidades para sacar partido de estas herramientas paulatinamente más versátiles.
Sin embargo, posiblemente las nuevas tecnologías apenas se asoman a muchas otras escuelas por una cuestión de poder. Permitir que entre en el aula el aire fresco de Internet o de variadas fuentes de información puede considerarse como un menoscabo del poder del profesor y de la propia escuela sobre la determinación de qué sea o deje de ser conocimiento válido. Muchos profesores pueden sentirse inseguros ante una generación de nativos digitales mucho más duchos que ellos en el manejo de las nuevas tecnologías o desconfiados hacia sus propias posibilidades de aprendizaje en un medio que les desborda. Hoy en día, cualquier afirmación u opinión es fácilmente contrastable con los buscadores de Internet, lo que sin duda significa una inédita democratización del conocimiento que permitiría contrarrestar ciertos abusos del poder, desde los que pudieran cometer los libros de texto a los de la clase política.
El modo en que se enseña
Esto nos lleva a preguntarnos por qué la metodología didáctica apenas ha cambiado de forma generalizada, por qué la docencia sigue centrada en muchos casos en la palabra del profesor o del libro de texto o de los apuntes. Cuando el profesor era la principal – si no única – fuente de aproximación al conocimiento, podría tener sentido la centralidad de su palabra. Al fin y al cabo el profesor es el que sabe, el que puede estar al tanto de los últimos avances en su campo. De hecho, las investigaciones e informes sobre el caso español constatan que lo que muchos profesores exigen a sus alumnos es que memoricen los contenidos de su asignatura para poder aprobar los exámenes. Especialmente en secundaria, el estilo docente no suele ir más allá de que el profesor hable frente a los alumnos sin preocuparse por si estos entienden.
El problema muy posiblemente derive de que en realidad la docente no puede ser considerada una profesión en el pleno sentido del término. Para que exista una profesión es preciso que esta se dote de una práctica, más o menos delimitada, y que se establezcan criterios de acceso y de salida. No sería de recibo, por ejemplo, que un médico recetase a un paciente con congestión bronquial sanguijuelas que le chupen la sangre. Da la impresión de que, en no pocas ocasiones, el pacto de la profesión docente con sus empleadores consiste en que en su aula, de puertas adentro, el profesor puede hacer, en tanto que docente, lo que le plazca. En estos casos, el contrato implícito vendría a decir: rellenaré todos los formularios, acudiré a tus reuniones con tal de que dejes hacer lo que me apetece en clase.
En buena medida esto es consecuencia del sistema de selección del profesorado. Este es públicamente conocido en la escuela estatal, no así en la privada, donde pueden reinar, para bien o para mal, todos los particularismos posibles. Pese a los recientes cambios introducidos en el acceso a la función pública docente, la parte del león a la hora de valorar a los futuros candidatos sigue correspondiendo a los contenidos disciplinares. Hoy en día habría que conceder mayor importancia a la empatía y las habilidades para guiar a los alumnos. Las escuelas que han decidido trabajar en esta línea, las que buscan en sus docentes, ante todo, un compromiso con el aprendizaje que tenga en cuenta todos los factores- personales, emocionales, familiares, sociales- con los que deberán organizar las experiencias de aprendizaje, han podido experimentar, seguramente, un nivel de gratificación y de satisfacción mayor en su profesorado, familias y alumnado.
En un informe dirigido por Michel Rocard (1) se manifestaba que las prácticas pedagógicas basadas en los métodos de investigación son más eficaces que las tradicionales. Los datos empíricos muestran una estrecha conexión entre las actitudes hacia la ciencia y el modo como se enseña. La enseñanza debiera centrarse más en los conceptos y en los métodos científicos en lugar de en la simple memorización. En el informe se confrontan dos enfoques pedagógicos en la enseñanza de las ciencias. El primero, denominado deductivo o de transmisión de arriba a abajo, es el usado habitualmente en la escuela. Aquí el profesor presenta los conceptos, sus implicaciones lógicas –deductivas- y suministra ejemplos de aplicaciones.
Por contra, el segundo enfoque, denominado inductivo –o de abajo a arriba-, concede más espacio a la observación, a la experimentación y la construcción –guiada por el profesor- por parte del alumno de su propio conocimiento. Por definición, la investigación es un proceso intencional en el que se diagnostican problemas, se investigan conjeturas, se busca información, se construyen modelos, se debate con los compañeros y se construyen argumentos coherentes.
La mayor parte del tiempo enseñamos, especialmente en la secundaria, diferentes fragmentos del universo divididos en asignaturas escolares. En algunas escuelas innovadoras en lugar de aprender sobre literatura en la clase de Lengua e Historia en clases separadas, los alumnos abordan una temática, como por ejemplo, la Revolución Francesa, de tal manera que analizan el modo en que la literatura, el arte, la actividad política, las hojas informativas y demás describen el periodo. En lugar de simplemente hablar, los profesores organizan equipos de trabajo, indicando a los alumnos cuáles son los documentos o los libros claves que permiten interpretar tan agitado y crucial periodo.
Se aprende mucho más cuando nos centramos en unos pocos ejes temáticos y analizamos sus entresijos. En definitiva, paradójicamente menos es más. No solo se trata de aprender en profundidad sobre determinados temas, sino de que el pensamiento analítico desplegado se aplica a muchos otros temas, se hayan aprendido o no en la escuela.
Contenidos curriculares
Si mucho dejan que desear los estilos docentes más habituales no quedan mejor parados los contenidos curriculares. Es cierto que los conocimientos socialmente valorados siempre han sido una arbitrariedad impuesta por las clases dominantes. Así, en el siglo XIV, tanto en China como en Europa, los grupos privilegiados valoraban el versificar, el tiro con arco, la hípica, etc. Ese era el modelo de hombre cultivado. El problema que se plantea ahora es que esas arbitrariedades se pretenden imponer a todos y, lo que es peor, se hace a costa de no aprender otras cosas. En la escuela podemos oír hablar sobre las talofitas o las briofitas y no saber distinguir un árbol de otro.
El currículo escolar sitúa en su cúspide las denominadas materias instrumentales, es decir, la lengua, las ciencias y las matemáticas –justo lo que hasta ahora valoran los informes PISA-. Más abajo estarían las humanidades y las artes ocuparían el último plano. La concepción de inteligencia que maneja la escuela es excluyente y tiende a perjudicar a los estudiantes que proceden de los medios sociales menos favorecidos. Como réplica, el psicólogo de Harvard Howard Gardner desarrolló su famosa teoría de las inteligencias múltiples. Básicamente lo que Gardner planteaba era que nuestra escuela entroniza dos tipos de inteligencia: la lógico-matemática y la lingüística. Y esto lo hace al precio de negar otros tipos de inteligencia por lo menos tan importantes como aquellas dos. La teoría de las inteligencias múltiples propone que existen diferentes tipos de inteligencia que la gente posee en distintos grados. Además de las dos citadas Gardner habla de las inteligencias musical, espacial, natural, cinética-corporal, intrapersonal e interpersonal.
Esta concepción de la inteligencia permite apreciar virtudes que la escuela tradicionalmente desdeña. Así, por ejemplo, un estudiante puede ser muy bueno en Física y conseguir bajos resultados en Música. Es tarea de la escuela conseguir un desarrollo armónico y equilibrado de las distintas inteligencias.
La inteligencia no es estática. No se nace torpe en alguna actividad y ya no hay nada que hacer. Las últimas investigaciones sobre el cerebro van en esta línea. Hasta la mitad del siglo pasado había áreas del cerebro por completo desconocidas de las que se podía escribir el hic sunt leones –tierra ignota- de los antiguos mapamundi, áreas en las que experimentalmente no ocurría nada, ni con estímulos ni con lesiones.
Si queremos que la escuela sea acogedora para todo el mundo no queda más remedio que partir de los conocimientos previos de los niños, de su entorno, de su lenguaje, de su medio familiar. Esto lo explicaba muy bien Lionni (2) en un cuento en el que narraba la amistad de un pececito y una rana. En un momento dado aquel pide a su amiga anfibia que le explique como es el mundo en la superficie terrestre. La rana, como buena amiga, le cuenta que hay vacas y el pececito imagina que las vacas son como peces pero con grandes ubres. Le dice que hay aves y se las imagina como peces con alas. La rana –al igual que la escuela- cumple con su función de amiga. Sin embargo, no es consciente de que el pececito interpreta las nuevas realidades a partir del mundo animal que conoce. La rana y la escuela no asumen la tarea de partir de los esquemas interpretativos del pececito.
Para el enfoque convencional (o tradicional) sobre la enseñanza el conocimiento existe fuera de la conciencia humana, de tal modo que el aprendizaje se reduce a la absorción y la memorización de aquel por parte de unos estudiantes a los que se considera maleables. El conocimiento se aprende con el propósito de hacer que la gente dé continuidad a la cultura y a la sociedad tal y como es.
Por el contrario, para la educación progresiva el conocimiento se crea y estructura individual y colectivamente. Aprender es un proceso en el que el conocimiento se construye y en el que los individuos son consecuentemente construidos y se desarrollan.
El conocimiento escolar se presenta a menudo como un conjunto de hechos que han de ser memorizados hasta el extremo de que para los libros de texto, hegemónicos en nuestra vida escolar, aprender consiste en reproducir fielmente lo que ellos mismos dicen. De este modo, el libro de texto puede explicar que la romanización hispana supuso que los romanos trajeron hasta la península su lengua, su forma de vida y sus creencias. Más abajo se plantea la actividad consistente en indicar cuáles fueron las tres cosas más importantes que trajeron los romanos a la Península Ibérica. La respuesta correcta no deja lugar a dudas: ya está escrita en el propio enunciado del libro. Recuerda, en un ejercicio en el que la realidad imita al arte, a una de las escenas de La vida de Brian en la que el líder del Frente Judaico de Liberación se dirige a una asamblea y pregunta sarcásticamente: ¿qué nos han traído los romanos? Tras un breve silencio dubitativo un militante señala que el acueducto, a continuación otro añade que el vino, el siguiente el orden público y así sucesivamente. Nuestro libro de texto pretende ser el líder que espera la reiteración pasiva y mecánica de sus opiniones.
En su afán por abarcar todos los contenidos posibles, muchos libros de texto llegan al extremo de la presentación telegráfica a la par que ininteligible de acontecimientos o personajes. Como botón de muestra en un libro de texto de tercero de la ESO se habla de los principales autores de la generación del 27 –unos quince- de manera que cuando se llega, por ejemplo, a Gerardo Diego se dice de él única y exclusivamente lo siguiente: “su extensa obra poética se caracteriza por su variedad formal y temática. En ella conviven el vanguardismo ultraísta y creacionista, el neopopularismo, el gongorismo y los moldes clásicos. Algunos títulos son Imagen, Manual de espumas, Fábula de Equis y Zeda, Alondra de verdad, etc.”. En ningún lugar del libro de texto se explica en qué pueda consistir esta abstrusa jerga que, sin embargo, el alumno ha de memorizar.
El problema es que, además, estos textos, que podrían cumplir un papel no desdeñable como objeto de consulta o incluso de guía para el trabajo personal, son utilizados de forma mayoritaria como el eje central en torno al que han de girar las actividades de aprendizaje- en clase y en casa- e incluso las de evaluación “examen de la página 15 a la 37”.
Cada vez más docentes parecen ser conscientes de esta perversión y han optado por generar, seleccionar y compartir otro tipo de recursos didácticos, más o menos sofisticados desde el punto de vista tecnológico, arrinconando al libro de texto al lugar secundario en el que probablemente le corresponda estar.
El diálogo creativo
En este escenario apenas hay espacio para la creatividad, para el surgimiento de nuevas ideas. La creatividad no tiene lugar solo, como a veces se piensa, en las artes, sino que es consustancial a las ciencias. De hecho, Andre Geim y Konstantin Novoselov decían que el hallazgo sobre el grafeno que les llevó a la concesión del Nobel de Física en 2010 surgió de lo que ellos llaman los experimentos de los viernes cuando, una vez finalizadas las actividades científicas más convencionales, se ponen a jugar con la ciencia, a hacer “locuras”, cosas imprevistas antes de irse a tomar una cervezas. En definitiva, según declaraban, lo esencial es que la ciencia les divierte. En este sentido, Gabriel García Márquez decía que lo fundamental en la enseñanza es encontrar el juguete que todo niño lleva dentro.
Algo similar cabría decir con respecto al caso de la pequeña Islandia. Cuando la gobernaban los hombres la economía se centraba en la producción de aluminio. Cuando son las mujeres las que ocupan las posiciones del poder los islandeses se dan cuenta de que las artes —en especial la música y la literatura— aportan tanto dinero al país como la extracción de aluminio.
En un estudio realizado en los Estados Unidos se detectó que para los profesores de Universidad el 70% de los estudiantes no comprende el material de lectura, el 60% no piensa analíticamente, el 62% escribe mal. Como se ve nada que tenga que ver con nuestras bizantinas batallas sobre las horas de latín o de filosofía.
¿Dónde quedan las inquietudes del alumnado en este escenario? A diferencia de lo que ocurre con la empresa privada en la que se pueden consumir ingentes cantidades de dinero en tratar de averiguar lo que al consumidor le gusta –sin duda, parte del secreto del éxito de Zara- la escuela es indiferente a lo que pueda ser más atrayente para el alumnado. Aquí tenemos a una profesión que decide lo que le conviene a su público –por lo demás, no se olvide, cautivo-. No resulta extraño que una encuesta tras otra ponga de manifiesto que la mayor parte de los estudiantes se aburre en clase.
En nuestra escuela faltan, clamorosamente, escenarios deliberativos que permitan al alumnado expresar y contrastar sus puntos de vista, construir su personalidad en diálogo con el otro al tiempo que se es capaz de conocerlo y valorarlo. La organización del aula es, se quiera o no, una opción moral. En educación infantil siguen siendo habituales escenarios como la moqueta, los cuales permiten que los niños se conozcan entre sí y se construyan con el lenguaje. Son excepcionales las clases de primaria, no digamos ya de secundaria, que dan continuidad a este tipo de asambleas. Muchas veces las asambleas consisten en exponer y debatir noticias –frecuentemente extraídas de la prensa- de las que previamente el alumnado ha hablado en casa con sus padres y madres.
Justamente una de las graves carencias de nuestra escuela es lo reacia que es a la implicación de las familias pese a que la Constitución consagra su participación en el control y gestión de los centros sostenidos con fondos públicos, es decir, la mayoría. Se trata de una participación decisoria a través de los consejos escolares de los centros que en la práctica ha quedado reducida a convalidar lo ya decidido en el claustro de profesores. Es decir, en todo caso, tendríamos una participación consultiva, a la que se añade la informativa en las reuniones de comienzo de curso con todas las familias y en las individuales a lo largo de este. Sin embargo, se debería promover la participación educativa, es decir, la implicación de las familias en actividades en el horario lectivo. No parece que los nuevos vientos legislativos vayan a potenciar este papel.
A modo de conclusión
Se diga lo que se diga, nuestro profesorado –y así lo dicen los recientes barómetros del Centro de Investigaciones Sociológicas- goza de amplio reconocimiento social –sin duda ganado a pulso- lo que debiera incentivar a la escuela a buscar un mayor contacto con las familias y con su entorno. Familias y entorno son una enorme fuente de recursos de los que la escuela ha de aprovecharse. Por otro lado, nunca hemos tenido unas familias tan sumamente preocupadas por la educación de sus retoños.
En un escenario en que proliferan hasta lo caótico las fuentes de la información y las instituciones que difunden el conocimiento –fundaciones, museos, centros de investigación,…- la escuela y la labor del profesorado adquieren mayor importancia que nunca. Jamás hasta ahora a lo largo de la historia la humanidad ha sabido tanto sobre sí misma –lo que dio lugar a que Giddens hablara de la modernidad reflexiva-. Pese a que aún nos queda mucho camino por recorrer cada vez sabemos más sobre cómo funciona la mente, cómo se aprende mejor, cómo evoluciona la inteligencia, el papel de los sentimientos y un largo etcétera. Estamos en las mejores condiciones para que la escuela contribuya de un modo decisivo en la construcción de un mundo mejor, en la formación de ciudadanos participativos y solidarios guiados por la prudencia y la sabiduría. Es una oportunidad que no podemos desperdiciar porque tenemos los medios para hacerlo.
En este mundo crecientemente interconectado se hace cada vez más necesario desarrollar la conciencia de la ciudadanía universal, de que toda la humanidad comparte los mismos intereses y preocupaciones básicos, que lo que acontece en un rincón remoto del planeta nos afecta a todos. Sin duda, la cuestión del posible agotamiento de ciertos recursos clave del planeta o nuestra posible extinción como especie debido al calentamiento global debiera ser un poderoso incentivo en favor de esta nueva conciencia ciudadana.
La escuela debe ser un sólido referente para las nuevas generaciones. Esto ya en parte ocurre en las visitas que los chicos o chicas hacen a sus antiguos maestros cuando están en la muchas veces confusa educación secundaria o la que hacen los universitarios desde el no menos nebuloso mundo de la universidad a sus profesores de secundaria. Todos precisamos de personas capaces de orientarnos en este mundo de incertidumbres que nos ha tocado vivir. Si bien es cierto que los familiares o amigos tienen mucho que aportar solo la escuela ofrece profesionales capaces de acometer con conocimiento de causa tan difícil labor. No se olvide que ahora llega a la escuela hasta los dieciséis años todo el mundo, lo que significa que no hay problema social que no pase por ella.
[box]Referencias
1. Michel Rocard (Chair), Science education now: a renewed pedagogy for the future of Europe (pdf)
2. Leo Lionni, Fish is fish, Nueva York, Panteón Books, 1970. Citado en Linda Darling-Hammond y John Bransford, Preparing Teachers for a Changing World. What Teachers Should Learn and Be Able to Do, San Francisco, Jossey-Bass, 2005.[/box]
Madrid, Noviembre de 2012