De lo que somos y no somos capaces

Por Víctor Manuel Rodríguez Muñoz. Este texto fue publicado como introducción al libro: Rodríguez, V.M., (Coord.) (2010): Atención a los estudiantes con discapacidad en la universidad. Orientaciones para el profesorado. Madrid: UNED

Muchas personas no somos capaces de interpretar una sonata de Mozart en un piano, ni de resolver un problema complejo de Física; tampoco de subir a la cima del Everest, escalando por cualquiera de sus caras. Aunque sepamos escribir, no nos vemos capaces de producir una novela que tenga algún interés y, aunque llevemos leyendo casi toda la vida, muchos somos hoy incapaces de leer un libro sin gafas. En cambio, sí podemos ser capaces de hacer un buen puñado de cosas, e incluso de hacerlas bastante bien: por ejemplo montar en bicicleta, cocinar, desplazarnos caminando sobre nuestros pies o jugar al mus con los amigos. También es muy probable que seamos capaces de oír y entender a una persona cuando habla en castellano o incluso de expresarnos más o menos bien en otros idiomas.

Tal vez, si le pusiéramos un gran empeño, si nos entrenáramos a conciencia o si alguien nos enseñara o ayudara, podríamos llegar a hacer algunas de las cosas que hoy no podemos hacer: quizá llegáramos, con mucho esfuerzo, a escribir una novela mediocre; puede que ejecutásemos en un piano algo parecido a una sonata de Mozart y, con mucha ayuda, a lo mejor resolvíamos con éxito un problema de Física. Pero también es seguro que por mucho empeño que le pongamos, por mucho que nos expliquen, nos enseñen o ayuden, aunque nos entrenemos duro, algunos nunca seremos ya capaces de escalar una cara del Everest. Y probablemente tampoco podremos leer un libro sin gafas nunca más.

Nuestras capacidades y también nuestra falta de capacidad nos acompañan a lo largo de nuestra vida en una especie de “equipaje” personal que nos permite ir sorteando obstáculos con mayor o menor fortuna. Ni unas ni otras son siempre las mismas: van cambiando, para bien o para mal, a medida que nuestro cuerpo va cambiando, a medida que aprendemos cosas nuevas y, sobre todo, a medida que nos proponemos nuevas metas y emprendemos retos nuevos.

La suerte que muchos de nosotros tenemos es que la sociedad en la que vivimos no considera algunas de nuestras limitaciones particulares como algo demasiado grave. Acepta de buen grado que necesitemos unas gafas para leer o que toquemos fatal el piano. Nos acepta así, con nuestras fortalezas y nuestras debilidades y, por muy evidente que sea nuestra incapacidad en algún aspecto concreto, nunca nos llama “discapacitados”.

Pero, por encima de todo, la suerte que la mayoría de nosotros hemos tenido es que nuestra falta de capacidad para hacer algunas cosas no nos ha impedido, por lo general, hacer aquellas para las que sí nos consideramos capacitados. Nadie nos ha dicho, por ejemplo: “¡Un momento! si usted es incapaz de leer sin gafas, no puede entrar aquí. ¡Esto es una biblioteca y a las bibliotecas hay que entrar sin gafas!”. O bien “Dado que es usted incapaz de expresarse con corrección en inglés, lamentamos comunicarle que no podrá asistir nunca más a nuestras clases de piano”. Más bien ha ocurrido lo contrario. A lo largo de nuestra vida hemos encontrado gente que nos ha ayudado y enseñado y nos ha permitido avanzar y mejorar hasta convertirnos en lo que hoy somos, con suerte algo por lo menos parecido a lo que un día pensamos que nos gustaría ser.

Sin embargo, hay personas que no han tenido esa suerte. Son tan capaces como nosotros de hacer cosas y tan poco capaces de hacer otras. La diferencia es que, por el hecho de no ser capaces de hacer algo o por tener afectadas algunas de sus funciones sensoriales, motrices o cognitivas, la sociedad tiende a encuadrarlos en una categoría, la de “los discapacitados” que puede tener consecuencias muy negativas para su desarrollo personal y su calidad de vida. Puedes formar parte de esta categoría si no oyes lo bastante bien, si no ves suficientemente bien, si no eres capaz de desplazarte caminando, si no puedes sujetar con fuerza un objeto con las manos, si no puedes mantener el equilibrio. El problema reside en el hecho de que, a partir de una línea que no se sabe muy bien quién y cómo se ha marcado y que define lo que es “normal” y lo que no, todas estas personas están consideradas como “distintas”; y esa consideración está basada de forma exclusiva en su falta de capacidad para hacer algo, nunca en su capacidad para hacer otras cosas. Así, resulta paradójico que se considere a una persona como “discapacitada” porque no oye o porque no anda, cuando resulta que se comunica de maravilla en lengua de signos, maneja con habilidad sus manos, aunque tenga que de desplazarse en una silla de ruedas, o toca como nadie el piano a pesar de su ceguera.

Pero, con todo, por mucha injusticia que pueda haber en el etiquetado de las personas sólo atendiendo a lo que no son capaces de hacer, lo que constituye una verdadera agresión es que para muchas de estas personas resulte imposible hacer aquellas cosas para las que tienen la competencia necesaria. Y este tipo de agresión y de discriminación es mucho más frecuente de lo que en principio podría parecer.

De la discriminación a la exclusión

Las formas que reviste esta discriminación no siempre son evidentes. No es habitual que nadie comunique a otro que queda excluido de la posibilidad de estudiar, de desempeñar un trabajo o de practicar un deporte a causa de su discapacidad. Por lo general la exclusión es algo que ocurre “de facto”: una persona en silla de ruedas no puede acceder a un edificio público, por ejemplo a un centro educativo; o, aunque acceda a la planta de entrada, tiene vedado el acceso a los pisos superiores. Quizá pueda llegar incluso al piso más alto, pero no puede utilizar unos servicios que nadie se ha ocupado de adaptar o de construir para que sean accesibles.

De hecho, la exclusión no es algo que dependa de forma principal de las competencias que uno tiene. En realidad depende mucho más de las condiciones del contexto en el que se desenvuelve o al que pretende acceder. Una persona sorda tendrá muchas dificultades para seguir una explicación oral, pero podrá entender lo que alguien cuenta si le es traducido a la lengua de signos; seguramente también podrá leer textos escritos, o beneficiarse de un vídeo al que se le han insertado subtítulos. Una persona ciega puede hacer que un ordenador le pase los textos a la lengua hablada (¡si se le proporcionan los textos en un formato digital!) y seguramente podrá leer y escribir sirviéndose del sistema braille.

Naturalmente que una persona con discapacidad, como cualquier otra persona, puede no tener la competencia necesaria para estudiar una carrera concreta o desempeñar un determinado trabajo. El problema es cuando sí tiene esa competencia y lo que no puede es acceder al centro porque la puerta es demasiado estrecha para que pase su silla de ruedas, o cuando alguien le dice que el examen sólo puede ser entregado en papel y debe ser leído como lo lee “todo el mundo”.

Los poderes públicos reconocen desde hace tiempo los derechos de las personas con discapacidad y promueven acciones para mejorar su autonomía personal y su independencia. Muchas cosas se han conseguido en muchos ámbitos: hoy no se construyen los edificios como ayer y hacerlos accesibles es un imperativo legal, como lo es que las aceras permitan caminar y desplazarse sobre una silla de ruedas. Las personas ciegas pueden disponer de libros hablados; la televisión está obligada a subtitular un elevado porcentaje de sus producciones y las personas sordas tienen derecho a solicitar un intérprete de lengua de signos a la hora de acudir a una consulta médica, realizar una gestión o reunirse con los profesores de sus hijos.

Hoy en día, las posibilidades humanas y técnicas de compensar una limitación son enormes. Desde una lupa o una simple mesa un poco más alta hasta las ayudas tecnológicas más complejas; desde un intérprete para una acción muy concreta hasta el acompañamiento permanente de un asistente personal. La mejora de la accesibilidad, a través de los planteamientos que se conocen como diseño para todos o diseño universal y la participación sin exclusiones en todos los ámbitos de la vida, son objetivos a los que legítimamente aspiran las personas con discapacidad o con diversidad funcional, denominación ésta que algunos colectivos prefieren a la de personas con discapacidad, para resaltar, precisamente, el concepto de respeto y valoración de la diversidad humana como principio y valor para una convivencia en igualdad. Pero lograr estos objetivos no es nada fácil y requiere un denodado esfuerzo para el que seguramente van a ser necesarios muchos pasos previos y no pocas dudas y desencuentros.

De las ayudas y las adaptaciones a la accesibilidad universal

Ayudar a cruzar una calle a una persona ciega o a superar un escalón a quien se desplaza en una silla de ruedas o empuja un carrito de bebé es siempre un acto generoso que seguramente agradecerá la persona que recibe la ayuda. También lo es prestarle los apuntes a un compañero que no ha podido escribirlos, copiárselos directamente con un papel de calco o un ordenador o ayudarle a rellenar la hoja de lectura óptica con las respuestas a un cuestionario o un examen.

El problema de la ayuda es que casi siempre suele ser arbitraria, depende en gran medida de la disponibilidad y la voluntad de alguien y, por lo general, convierte a la persona ayudada en más dependiente y menos autónoma, al tiempo que pone en evidencia su necesidad y su diferencia. Naturalmente, la palabra “ayuda” es polisémica y tal vez alguien pueda pensar que en estas páginas es utilizada en un sentido muy restrictivo. Ahí están, para corroborar esta impresión, las llamadas ayudas técnicas, que precisamente buscan el efecto contrario: facilitar la autonomía y la independencia a las personas beneficiarias. Lo que tratamos de reflejar es, sin embargo, que no es exactamente ayuda lo que las personas con discapacidad demandan a las instituciones y, en general, a la sociedad. Se trata de algo mucho más complejo y mucho menos arbitrario. Se trata, en realidad, de poner todos los medios posibles para que el derecho a la igualdad de oportunidades se convierta en un hecho cotidiano.

Cuando las ayudas dejan de ser improvisadas y de tener un carácter tan arbitrario solemos hablar de adaptaciones. Por lo general adaptar algo precisa de un proceso previo de planificación que implica cambios y ajustes decididos de antemano. Para su ejecución suele ser necesario el concurso de personas más preparadas técnicamente y a las que se atribuye de manera específica la responsabilidad de llevarlo a cabo. Instalar una rampa o una plataforma eléctrica para sortear un escalón, modificar la anchura de una puerta o de un ascensor o proporcionar un examen adaptado con una letra ampliada pueden ser ejemplos de adaptaciones frecuentes en un contexto educativo.

Entendida así, una adaptación es un paso más en el camino hacia la igualdad de oportunidades para las personas que presentan alguna peculiaridad funcional que se aleja de la norma. Por lo general las adaptaciones proporcionan una posibilidad mucho mayor de independencia y autonomía, ya que facilitan a quien las necesita unos medios más ajustados a sus necesidades de una manera sistemática; si se planifican de manera adecuada no dependen de la voluntad o la generosidad de alguien dispuesto a ayudar, sino más bien de quienes tienen la responsabilidad de proveerla y a quienes se puede recurrir en caso de que no sea así. Aún así, las adaptaciones siguen siendo ajustes de aquello que es considerado como “normal” y, por tanto, siguen poniendo de relieve la diferencia, la excepción, el alejamiento de la norma. Y su carácter excepcional hace que, en muchas ocasiones, esta necesidad de ajuste sea vivida por los que han de llevarla a cabo como una tarea siempre añadida a los quehaceres cotidianos o, lo que puede ser aún peor, como una discriminación respecto a quienes no necesitan de esa excepcionalidad: conceder más tiempo a quien lo necesita para poder realizar un examen, permitir la presencia de un intérprete de lengua de signos u ofrecer la posibilidad de grabar las respuestas en lugar de escribirlas puede entenderse no tanto como una manera de compensar una desventaja de partida, sino como una ventaja o prerrogativa de la que no disfrutan los compañeros.

Sin embargo, si los exámenes pudieran durar el tiempo necesario en función de las necesidades de las personas, si los sistemas de comunicación alternativos tuvieran la misma presencia que los que habitualmente usamos la mayoría o si las estrategias de evaluación o los formatos de respuesta a un examen pudieran ser variados en función de las distintas necesidades del alumnado, estaríamos seguramente hablando de otra cosa: de un enfoque muy cercano a lo que entendemos por accesibilidad universal y que, aplicado a la acción docente, deberíamos empezar a llamar diseño universal de aprendizaje, o diseño de aprendizaje para todos. De igual forma que nuestra vida social empezaría a ser más incluyente si todos los edificios fueran mucho más accesibles, sin necesidad de ajustes adicionales, o si los vídeos o los programas de televisión llevaran siempre subtítulos.

Conseguir un mayor grado de accesibilidad en todos los entornos de convivencia y muy especialmente en el educativo es, por tanto, el objetivo al que deberíamos siempre tender. Naturalmente esta mejora de la accesibilidad debe ser entendida siempre de forma razonable, sin menoscabar la eficacia de las acciones que se pongan en marcha o sin que el coste (no sólo económico) supere con mucho los límites de lo posible. No parece razonable que en cada clase o conferencia haya siempre un intérprete de lengua de signos, por si alguna persona sorda puede necesitarlo; ni tampoco que un examen se prolongue para todo el mundo tanto como necesite quien tiene graves dificultades para escribir.

Lo importante es la meta. El camino, como se ha dicho, será difícil y deberá combinar la profesionalidad con la voluntad y el ingenio, las ganas de ayudar con la obligación de hacerlo, la adaptación de la “norma” con la normalización de la adaptación y el ajuste necesario con la eficiencia.

El derecho a la educación y a la igualdad de oportunidades

El acceso a la educación de las personas con discapacidad es, hoy por hoy, una realidad incuestionable de nuestro sistema educativo en los niveles obligatorios de la enseñanza. Desde mediados de los años ochenta, la mayoría de los niños y niñas con algún tipo de déficit sensorial, motor o cognitivo, acude a los centros escolares de su calle o su barrio junto con sus amigos y vecinos. Reciben apoyos y ayudas que compensan sus dificultades y las actividades de enseñanza se adaptan para responder a quienes son considerados alumnos con necesidades específicas de apoyo educativo. Mucho se ha hecho, pero también queda mucho por hacer. Aún queda un trecho para que podamos hablar de escuelas verdaderamente “inclusivas”, de escuelas para todos. No basta con la voluntad, es necesario poner en juego muchos recursos y comprometerse de verdad en esta tarea.

En los niveles posteriores a la educación obligatoria y, sobre todo, en la universidad, las cosas caminan algo más lentas. También ha habido avances, pero las barreras para el acceso y la participación de todos aún son, en muchos casos, casi infranqueables. Es por ello que las universidades, sometidas en estas fechas a un proceso de transformación de gran envergadura, tienen que aprovechar también esa oportunidad de cambio para dar un importante paso en la senda ya emprendida por muchas otras instituciones en el ámbito de la igualdad de oportunidades de las personas con discapacidad. No pueden cerrar las puertas a quien verdaderamente tiene la competencia para estudiar aunque para hacerlo necesite un cambio en el formato de los textos o los exámenes, una silla o una mesa diferentes o un ordenador con un software específico. No pueden seguir pensando que alguien es “incapaz” porque necesita más tiempo para hacer algo, porque no articula palabras o porque su letra sólo puede ser de gran tamaño o ilegible.

Está claro que los estudios superiores son algo distinto a la educación obligatoria. Para acceder a ellos hay unos requisitos de titulación y unas pruebas específicas de acceso. Además, es importante que, en este nivel de enseñanza, las características personales, las preferencias y también las capacidades individuales, se aproximen lo más posible a las competencias necesarias en cada uno de los planes de estudio o titulaciones. No todos podemos estudiar Física o Medicina, Ciencias Políticas o Estadística. Pero para todos aquellos que tengan la capacidad necesaria y por supuesto las ganas de estudiar cualquiera de esas titulaciones, ninguna situación personal relativa a su salud debería ser un obstáculo, ninguna nueva barrera debería ser construida. La exclusión no es algo que dependa de forma principal de las condiciones personales de los individuos, sino de la interacción de estas condiciones con determinadas políticas, prácticas y actitudes sociales discriminatorias. Es verdad que una persona ciega seguramente no podrá ejercer la cirugía (al menos con los medios actuales) pero, ¿alguien puede afirmar que esa misma persona no puede dedicarse a la política o a la física nuclear? Hoy en día conocemos a altos cargos de la administración pública, la política o la empresa privada con limitaciones funcionales; físicos teóricos de renombre internacional dependientes de una silla de ruedas y un sintetizador de voz para comunicarse; terapeutas físicos ciegos, actores con discapacidad auditiva o expertos informáticos con trastornos en la personalidad o la socialización.

La adecuación de las instituciones educativas, en cualquiera de las etapas, para garantizar el acceso, la permanencia, el éxito académico y al acceso al mundo laboral de las personas con discapacidad es, en la misma medida, una obligación para estas instituciones y un derecho de quienes quieren y están preparados para acceder a ellas. (…) Para lograr una verdadera igualdad de oportunidades hay sin duda mucho que cambiar (edificios, muebles, libros, métodos de enseñanza, formas de evaluar…) pero (…) lo primero que hay que cambiar es precisamente una determinada forma de ver las cosas, una forma antigua, limitada e injusta de afrontar la diversidad humana, la que nos ha llevado a ver a algunas personas como “especiales”, y por ello, como inferiores a “nosotros”, los “normales” y como merecedores, por ello, de nuestra pena o ayuda, pero no como personas con idénticos derechos y deberes.

En ello estamos. Veremos si somos “capaces”.

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